LOS CHICOS CRECEN
Cuando una pareja se constituye y decide
parir hijos, aunque no piense en lo que va a pasar, está asumiendo una
responsabilidad fantástica, pero también dramática a futuro. Y uso esta palabra porque siempre es dramático
darme cuenta de que aquel a quien amo tanto como a mi mismo, o mas, me va a
abandonar, me va a criticar, me va a despreciar, va a decidir en algún momento
vivir su vida sin mi.
Y esto es lo que nuestros hijos van a hacer,
lo que deben hacer, lo que debemos enseñarles que hagan. Con un poco de suerte
los veremos abandonar el nido aunque carguen con las carencias de nuestras
miserias y aunque a veces tengan que padecer los condicionamientos de nuestros
aciertos.
Recomiendo una pequeña tarea.
Tomen una página y divídanla en dos columnas:
una encabezada por “Recibí” y la otra por “Me faltó”. En la primera columna,
anoten todo lo que ustedes hayan recibido en sus casas de origen, y la segunda,
todo lo que crean que les ha faltado.
Si yo tuviera que escribir esto para mi,
diría que recibí mucho amor, cuidado, protección, estímulo, normas y conciencia
de la importancia del trabajo, y diría que me faltó presencia, reconocimiento,
caricias y juegos.
Esta es mi historia, como yo la cuento, la de
ustedes será diferente.
Las cosas que he recibido y las cosas queme
han faltado condicionaron mi manera de
ser en el mundo. Indudablemente, este que soy está claramente determinado por
aquellas cosas que recibí y aquellas cosas que me faltaron.
La lista de ustedes ocasiona que sean de una
determinada manera. Y serían de otra forma si hubieran recibido y les hubieran
faltado otras cosas.
Ahora bien, saquémosle el juego al ejercicio.
Cuando yo salga de la casa de mis padres para
ir al mundo a buscar mi propia vida, voy a tener tendencia (no condicionamiento
absoluto) a elegir a alguien, o algunos, que en principio me puedan dar lo que
me faltó. ¿Cómo podría no ir a buscar a aquellos que me den las cosas que me
faltaron?.
Y entonces, seguramente, yo, fue al mundo a
buscar a alguien que estuviera siempre presente, que me valorara y me
reconociera, que me diera las caricias que a veces me faltaron y que fuera
capaz de jugar y de divertirse conmigo (lo que recuerdo que me faltó).
Cuando crecemos, en lugar de transformar esa
falta en una acusación hacia los padres, salimos a buscar lo que sentimos que
nos faltó.
Sin duda, nuestra manera de evaluar lo que
nos faltó está condicionada por lo que somos, pero no se trata ya de mis
padres, sino de mi.
Este juego está aquí para mostrar cómo mi historia puede condicionar mi libertad
para elegir, pero también para establecer que esa libertad no puede evitarse.
Y si es cierto que salgo a buscar lo que me
faltó, también es verdad que lo que mas tengo para ofrecer es lo que recibí. Y
entonces, aunque suene incoherente, a cambio de todas mis demandas, yo voy a
tener tendencias a ofrecer, mi amor, mi cuidado, mi protección, mi estímulo,
mis normas y mi conciencia de la importancia de trabajar.
Y esta es mi manera de ser en el mundo.
Salimos
al mundo a buscar lo que nos faltó ofreciendo a cambio de lo que recibimos.
Y mismo estoy bastante satisfecho de dar mi
amor, mi cuidado, mi protección y mis normas, cuando el otro viene y me dice:
acá estoy, yo te reconozco, vení que te acaricio, vamos a jugar... Esto no
tiene nada de malo.
Lo que no sería muy sano es que yo
conteste enojado:
“Ah, no.
¡No es el momento!. Porque ahora... ¡hay que trabajar!...”.
a veces, la disparidad entre las cosas que
pedimos y las que damos a cambio puede ser muy grande. Por supuesto, uno puede
elegir para dar a cambio otras cosas que las que recibió en casa de sus padres.
Porque aunque la tendencia natural es a dar estas cosas, uno ha crecido, se ha
nutrido, ha aprendido.
Ojalá descubra que si bien hay un
condicionamiento en lo que recibí, puedo
conocerme y librarme de el para dar lo que elijo dar, y si no puedo hacerlo
solo, puedo pedir ayuda.
Cuidado, ayuda no es sinónimo de terapia, es
mas, lamentablemente hay cosas que la terapia no enseña, cosas que hay que
aprenderlas viviendo la vida. Con respecto a esas cosas, un terapeuta sirve
cuando las otras instancias para recibir lo que necesito han fracasado. Sólo
ahí.
Y pese a lo que ustedes crean, la mayor parte
de mis colegas está de acuerdo con esto y asume con vocación y responsabilidad
el rol reparador o de sustituto que el paciente necesaria. Creo que cuando uno no ha recibido en la casa de
los padres estas cosas que le han
faltado, las va a buscar afuera. Y si uno busca, en realidad siempre encuentra.
Y la verdad es que la única posibilidad de que alguien reciba algo de su
terapia es que se vincule humanamente con el terapeuta. No pasa pro una
técnica, sino por el vínculo sano entre ellos.
Una vez, en un grupo terapéutico, una mujer
que estaba muy afectada y muy dolida, en una situación personal muy complicada,
hizo el ejercicio delante del grupo. Pensó mucho tiempo y dijo: ¿Qué recibí?. Y
anotó: “Nada”. Y agregó: “Por lo tanto me faltó : Todo”.
Cuando hice la devolución, tuvo que darse cuenta
que ella vivía en el mundo exigiendo
“todo” a cambio de lo cual no daba “nada”.
Y por supuesto que lloraba todo el tiempo sus
carencias y su soledad.
Y por supuesto que se quejaba de la
injusticia de que nadie le quisiera dar lo que ella necesitaba.
Porque estaba puesta en este lugar: buscaba a
alguien que le diera “todo” a cambio de “nada”.
La vida es una transacción: dar y recibir son
dos caras de la misma moneda. Si la moneda tiene una sola cara, es falsa,
cualquiera sea la cara que falte. Es de todas formas dramático que alguien no
quiera recibir “nada” a cambio de darlo “todo”.
Había
una vez, en las afueras de un pueblo, un árbol enorme y hermoso que
generosamente vivía regalando a todos los que se acercaban el frescor de su
sombra, el aroma de sus flores y el increíble canto de los pájaros que anidaban
entre sus ramas.
El árbol
era querido por todos en el pueblo, pero especialmente por los niños, que se
trepaban por el tronco y se balanceaban entre las ramas con su complicidad
complaciente.
Si bien
el árbol tenía predilección por la compañía de los mas pequeños, había un niño
entre ellos que era su preferido. Éste aparecía siempre al atardecer, cuando
los otros se iban.
- Hola
amiguito – decía el árbol, y con gran esfuerzo bajaba sus ramas al suelo para
ayudar al niño en la trepada, permitiéndole además cortara algunos de sus
brotes verdes para hacerse una corona de hojas aunque el desgarro le doliera un
poco. El chico se balanceaba con ganas y le contaba al árbol las cosas que le
pasaban en la casa.
Con el
correr del tiempo, cuando el niño se volvió un adolescente, de un día para otro
de visitar al árbol.
Años
después, una tarde, el árbol lo ve caminando a lo lejos y lo llama con
entusiasmo:
-
Amigo... amigo... Vení, acercate... Cuánto hace que no venís... Trepate y
charlemos.
- No
tengo tiempo para esas estupideces –dice el muchacho.
- Pero
disfrutábamos tanto juntos cuando eras chico...
- Antes
no sabía que se necesitaba plata para vivir, ahora busco plata. ¿Tenés plata
para darme?.
El árbol
se entristeció un poco, pero se repuso enseguida.
- No
tengo plata, pero tengo mis ramas llenas de frutos. Podés subir y llevarte
algunos, venderlos y obtener la plata que querés...
- Buena
idea – dijo el muchacho, y subió por la rama que el árbol le tendió para que se
trepara cuando era chico.
Luego
arrancó todos los frutos del árbol, incluidos los que todavía no estaban
maduros. Llenó con ellos unas bolsas de arpillera y se fue al mercado. El árbol
se sorprendió de que su amigo no le dijera ni gracias, pero dedujo que tendría
urgencia por llegar antes que cerraran los compradores.
Pasaron
casi diez años hasta que el árbol vio
otra vez a su amigo. Era un adulto ahora.
- Que
grande estás – le dijo emocionado -, vení subite como cuando eras chico,
contame de vos.
- No
entendés nada, como para trepar estoy yo... Lo que necesito es una casa.
¿Podrías acaso darme una?
El árbol
pensó unos minutos.
- No,
pero mis ramas son fuertes y elásticas. Podrías hacer una casa muy resistente
con ellas.
El joven
salió corriendo con la cara iluminada. Una hora mas tarde llegó con una sierra
y empezó a cortar ramas, tanto secas como verdes. El árbol sintió el dolor,
pero no se quejó. No quería que su amigo se sintiera culpable. Una por una,
todas las ramas cayeron dejando el tronco pelado. El árbol guardó silencio
hasta que terminó la poda y después vio al joven alejarse esperando inútilmente
una mirada o gesto de gratitud que nunca sucedió.
Con el
tronco desnudo, el árbol se fue secando. Era demasiado viejo para hacer crecer
nuevamente ramas y hojas. Que lo alimentaran. Quizás por eso, cuando diez años
después lo vio venir, solamente dijo.
- Hola.
¿Qué necesitás esta vez?
- Quiero
viajar. Pero ¿qué podés hacer vos?. No tenés ramas ni frutos para vender.
- Qué
importa, hijo –dijo el árbol -, podés cortar mi tronco, total yo no lo uso. Con
él podrías hacer una canoa para recorrer el mundo.
- Buena
idea – dijo el hombre.
Horas
después volvió con un hacha y taló el árbol. Hizo su canoa y se fue. Del árbol
quedó sólo el pequeño tocón al ras del suelo.
Dicen
que el árbol aún espera el regreso de su amigo para que le cuente de su viaje.
Nunca se
dio cuenta de que ya no volverá. El niño ha crecido y esos hombres no vuelven
donde no hay nada para tomar. El árbol espera, vació aunque sabe que no tiene
nada mas para dar.
Repito. Nuestros condicionamientos han hecho
de nosotros estos que somos, pero seguimos pudiendo elegir.
Cuando yo asuma que no es posible encontrar a
alguien que pueda darme presencia, reconocimiento, caricias y juegos soportando
mis normas, mis exigencias y mi exceso de trabajo... quizás empiece a corregir
lo que doy. Quizás aprenda a dar otras cosas. Quizás aprenda algo nuevo.
Puede suceder que en este ejercicio te
encuentres sintiendo que aquello que te faltó, en realidad es lo que mas das. A
veces pasa...
Es que en el camino aprendo a dar lo que
necesito.
Es una explosión muy interesante, una jugada
maestra para tratar de obtener lo que quiero.
Por ejemplo, voy por el mundo mostrando que
acepto a todos, no porque quiera aceptarlos, sino porque en realidad es lo que
busco, alguien que me acepte incondicionalmente. Un pequeño intento para ver si
me vuelve lo mismo que yo estoy necesitando.
Vuelvo a los hijos. Decía yo hasta su adultez
los hijos son nuestra responsabilidad. Y si uno no está dispuesto a asumir una
responsabilidad como esta, es deseable que no tenga hijos.
No es obligatorio.
En muchos países de Europa hay una tendencia
a no tener hijos. Cada vez hay mas parejas en el mundo que deciden no tenerlos.
En la Argentina también se da este fenómeno. El argumento esgrimido es:
- En un
mundo de sufrimiento y de crisis, donde los valores se han perdido... ¿por qué
vamos a traer a otros a sufrir?
Algunas parejas me han dicho esto en España,
adonde viajo a menudo, y en mi discusión con ellos les dije que su actitud me
parecía razonable, que lo podía entender intelectualmente pero sugerí:
-
Adopten uno, porque ya está, ya fue parido, y va a sufrir mucho mas si ustedes
no lo crían...
- No
bueno... Nosotros tenemos mucho para disfrutar... y en realidad...
Entonces, el argumento es otro. Siempre lo
fue.
-
Nosotros no queremos tener hijos porque queremos pasarla bien y disfrutar. Mi
pareja y yo estamos para nosotros, no queremos usar ni un poco de nuestro
tiempo para nadie...
Será una postura rara de comprender para los
que somos padres, pero se entiende. El argumento anterior no. Quizás por el
hecho de ser médico, que me inclina a pensar que, de todas maneras, siempre la
vida es mejor que la no vida. O acaso por que no estoy tan seguro de que el
mundo vaya en camino de ese lugar tan agorero y nefasto.
Mi
pronóstico no es el de un mundo
siniestro y terrible, sino el de un mundo incierto.
Gran parte de estas cosas que no pasan tienen
origen en la velocidad de la comunicación.
Entre el año 400 – cuando se empieza a llevar
registro concreto del conocimiento - y
el año 1500, el conocimiento de la humanidad se multiplicó por dos. Desde el año 1500 hasta que se volvió
a duplicar, pasaron 250 años. Es decir, llevó mil cien años que el conocimientos
e duplicara por primera vez, y llevó 250 para que volviera a multiplicarse por
dos.
La siguiente vez que se midió el conocimiento
global fue en 1900, y ya era 2,5 (mas que el doble), pero llevó menos tiempo:
150 años. De allí en adelante, la velocidad de multiplicación del conocimiento
se fue achicando. Hoy, en el año 2001, se supone que el conocimiento global de
la humanidad, en algunas ciencias mas, se multiplica por dos cada veinte años.
Se calcula que para el año 2020 el conocimiento global de la humanidad se va a multiplicar cada seis meses. Cada
seis meses la humanidad va a saber el doble de lo que sabía 180 días antes en
casi todas las áreas.
Entonces, yo me pregunto...
¿Qué les voy a explicar a mis hijos? ¿Qué?.
Todo lo que yo les enseñe, cuando ellos sean
grandes, no les va a servir demasiado.
Salvo que les enseñe... cómo buscar sus
propias repuestas.
Esta es la línea pedagógica actual, que los
padres estamos aprendiendo de los maestros:
-
Papi... ¿cómo está compuesta el agua?
- Mirá, este es el atlas, esta es la
enciclopedia, vamos a buscarlo...
¡Aunque yo lo sepa!. ¿Para que? ¿Para hacerle
creer que no lo se?. No. Para enseñarle la manera de encontrar sus propios
datos.
Claro, para eso hay que renunciar a la
vanidad del padre de decir:
¡Yo te
digo, pibe... H2O, Carlitos, H2O!.
El problema está en asumir que las
referencias mías me sirven a mi, no les sirven a mis todos. Yo puedo enseñarles
a mis hijos mis referencias, pero aclarándoles que son mías. Lo que no puedo
hacer es esneñarles a mis hijos referencias pretendiendo que sean las de ellos
y que las tomen como propias.
La actitud inteligente es transmitir a
nuestros hijos lo que aprendimos sabiendo que podría no servirles. Tenemos que
tener la humildad. Saber que ellos van a poder tomar de nosotros lo que les
sirve y descartar el resto.
La conducta efectiva se apoya no sólo en el
aprendizaje académico, sino también en el desarrollo de la inteligencia
emocional y en la experiencia de vida.
Y esta es la incertidumbre. Una incertidumbre
que no es académica, que es un hecho concreto vinculado con nuestra probada
incapacidad para prever el mundo en el cual vamos a vivir.
Cuando yo estaba en el colegio secundario, mi
papá me decía:
“Si vos
estudiás una carrera, si vos sos trabajador, si sos honesto, si no sos vago, si
no estafás a la gente, si sos consecuente, yo no te puedo asegurar que vas a
ser rico, pero vas a poder darle de comer a tu familia, vas a tener una casa,
vas a tener un auto, vas a poder irte de vacaciones y vas a poder educar a tus
hijos y casarlos para que ellos estén bien”.
Cuando mi papá me lo decía, eso era verdad.
No era conocimiento académico, era conocimiento de vida, él lo había aprendido
así y era cierto. Si hoy le dijera eso a mi hijo, le estaría mintiendo. Porque
yo no puedo asegurarle que si estudia una carrera y es un trabajador honesto,
va a poder comer todos los días. Y el lo sabe.
El mundo es incierto para nuestros hijos. No
es nuestra culpa, pero es así.
El mundo de hoy es otro, y esto tiene que ver
con el conocimiento. El mundo no cambia sólo en lo académico, cambia también en
estas cosas.
Y entonces, yo voy a tener que aprender que
no puedo seguir diciéndole estas estupideces a mi hijo, porque son mentiras. Yo
lo se y el también lo sabe.
Tengo que enseñarle mis referencias, que
incluyen mis valores y mis habilidades emocionales, pero tengo que tener la
suficiente humildad para saber que son reglas que el puede cuestionar.
Mi papá me decía: “¡Si yo te digo que es así... es así!”.
Si yo le digo a mi hijo esto hoy... ¡se
atraganta de risa!. Y tiene razón. ¿Por qué va a ser así porque yo digo que es
así?
La certeza de mi papá era honesta. Mi
incertidumbre también.
Pero atención, no digo que no haya que
decirles nada y pensar: "total... que se arreglen”. No.
Tenemos que empezar a tomar conciencia de
esta situación para centrarnos mas en transmitir lo mismo que transmitimos con
mas énfasis todavía en los valores y en las cosas que creemos, pero sabiendo
que ellos van a tener que adaptarlas a su propio mundo, traducirlas a sus
propios códigos. No van a poder tomarlas tal cual se las decimos.
Cada vez que hablo de este tema en una
charla, alguien salta y dice:
“No,
porque mi generación fue la mas jodida...”.
Todas las generaciones creen que son la
bisagra, la que mas sufrió... No hay una sola generación que no me haya dicho
esto.
Claro, ¡como no van a saltar!. Saltan porque
yo les estoy diciendo: Todos sus esfuerzos son inútiles. ¿Por qué no se dejan
de molestar a los pobres chicos?.
Voy a darnos un mensaje para nosotros mismos:
Nuestra generación de padres no es la peor,
la peor es la de mis viejos. ¿Por qué?. Porque la generación que hoy tiene
entre 70 y 80 años es la que sufrió el odioso cambio de jerarquías.
Cuando
mi viejo era chico y se cocinaba pollo, que era todo un acontecimiento, mi
abuela lo servía y mi abuelo, que le gustaba la pata, agarraba las dos patas de
pollo, se las servía para el y dejaba el resto para que los hijos agarraran. Y
a nadie se le ocurría cuestionar el derecho de mi abuelo. Era un derecho del
padre de familia servirse primero.
Cuando
mi viejo tuvo a sus hijos. ¡Le cambiaron las reglas! ¿Es casi una maldad!.
Lo que le pasó a la generación de mi viejo no
tiene nada que ver con lo que nos pasó a nosotros.
Nuestra generación ha sido privilegiada. Y la
de nuestros hijos también.
Nosotros pasamos por tener el lugar de
elegir. ¡Nuestros viejos nunca!.
Mi abuelo, que no era el privilegiado cuando
era chico, si lo fue de grande. Es decir, en algún momento ligó. Y nosotros
también. ¡Los viejos que nacieron en el primer cuarto de siglo, no!. Esos no
ligaron nunca.
LA FAMILIA COMO TRAMPOLIN
La casa donde vivió el niño que fui y las
personas con las que compartí mi vida familiar fueron el trampolín hacia mi
vida adulta.
La familia siempre es un trampolín y en algún
momento tenemos que plantarnos allí y saltar al mundo de todos los días.
Si al saltar del trampolín me quedo colgado,
dependo, y finalmente nunca hago mi viaje.
Que bueno sería animarse a saltar del
trampolín de una manera espectacular.
Esto es posible si el trampolín es saludable.
Si la relación familiar es sana. Si la pareja es soportativa.
Este trampolín tiene cuatro pilares
fundamentales. Tan fundamentales que si no son sólidos, ningún chico puede
caminar por el sin caerse.
El
primer pilar es el amor
Un
hijo que no se ha sentido amado por sus padres tiene una historia grave:
le será muy difícil llegar a amarse a si mismo. El amor por uno mismo se
aprende del amor que uno recibe de los padres. No quiere decir que no se pueda
aprender en otro lado, sólo que este es el mejor lugar donde se aprende. Por
supuesto que además un niño que no ha sido amado no puede amar, y si esto
sucediera para que saldría a encontrarse con los otros.
El trampolín que no tiene este pilar es
peligroso. Es difícil caminar por el. Es un trampolín inestable.
El
segundo pilar es la valoración
Si la familia no ha tenido un buen caudal de
autovaloración, si los padres se juzgaban a si mismo como poca cosa, entonces
el hijo también se siente poca cosa.
Si uno viene de una casa donde no se lo
valora, a uno le cuesta mucho valorarse. Las casas con un buen nivel de
autoestima tiene trampolines adecuados. Dice Virginia Satir: “En las buenas
familias la olla de autoestima de la casa está llena”. Quiere decir: los papás
creen que son personas valiosas, creen que los hijos son valiosos, papá cree
que mamá es valiosa, mamá cree que papá es valioso, papá y mamá creen que su
familia es valiosa y ambos están orgullosos del grupo que armaron.
Cuando un hijo llega a la casa y dice: “¡Que
linda es esta familia!”, ahí sabemos que el trampolín está entero.
Cuando el chico llega a la casa y dice: “¿Me
puedo ir a vivir a lo de la tía Margarita?”... estamos en problemas.
Cuando un padre le dice a un hijo: “¡Porque
no te vas a vivir con la tía Margarita!”, también algo complicado está pasando.
El
tercer pilar
Las normas deben existir con la sola
condición de no ser rígidas, sino flexibles, elásticas, cuestionables,
discutibles y negociables. Pero tienen que estar.
Así como creo que las reglas en una familia
están para ser violadas y que será nuestro compromiso crear nuevas, creo
también que este proceso debe apoyarse en un tiempo donde se haya aprendido a
madurar en un entorno seguro y protegido. Este es el entorno de la familia. Las
normas son el marco de seguridad y previsibilidad necesario para mi desarrollo.
Una casa sin normas genera un trampolín donde el hijo no puede plantarse para saltar...
El
último pilar es la comunicación
Para que el salto sea posible, es necesaria
una comunicación honesta y permanente.
Ningún tema ha sido mas tratado por los
libros de psicología como el de la comunicación. Léanlos en pareja, discútanlo
con sus hijos, chárlenlos entre todos con el televisor apagado... Esta es una
manera de fortalecer la comunicación, pero no es la mas importante. La
fundamental es aquella que empieza con las preguntas dichas desde el corazón:
¿Cómo estás. ¿Cómo pasaste el día?. ¿Querés que charlemos?...
Y sobre este pilar, exclusivamente sobre este
pilar, se apoya la posibilidad de reparar los demás pilares.
Amor,
valoración, normas y comunicación: sobre este trampolín el hijo salta a su vida
para recorrer, primero, el camino de la autodependencia y luego, el camino del
encuentro con los otros.
Piensen en sus casas... ¿Qué pilares estaban
firmes?. ¿Cuáles un poco flojos?. ¿Cuáles faltaron?.
Y una vez saltado el trampolín, como hijo
debo saber que mi vida depende ahora de mi, que soy responsable de lo que hago,
que libero a mis padres de todo compromiso que no sea el afectivo, de toda
obligación y de toda deuda que crea tener con ellos. Conservarán su amor por
mi, pero no sus obligaciones. Afirmo esto con absoluta conciencia de lo que
digo. Todo lo que un papá o una mamá quieran dar a sus hijos después que éstos
sean adultos, será parte de su decisión de dárselo, pero nunca de su
obligación. Por supuesto, antes del fin de la adolescencia estamos obligados
para con nuestros hijos, allí no es un tema de decisión.
Si le preguntan a mi mamá cómo está compuesta
su familia, seguramente dirá: “Mi familia está compuesta por mi marido, mis dos
hijos, mis dos nueras y mis tres nietos”. Si me preguntan a mi cómo está
compuesta mi familia, yo digo: “Mi esposa y mis dos hijos”, no digo: “Mi
esposa, mis dos hijos, mi mamá y mi papá”.
Esto no quiere decir que mi mamá no sea de mi familia, o que yo no la quiera.
Mi mamá sigue queriendo que la familia seamos
todos, y tiene razón.
Pero es diferente para ella que para mi.
Como padre debo saber que el trampolín debe
estar listo para la partida de mis hijos, porque el encuentro con ellos es el
encuentro hasta el trampolín. Luego habrá que construir nuevos encuentros, sin
obligaciones no obediencias, encuentros apoyados solamente en la libertad y en
el amor.
Cuando un hijo se vuelve grande, los padres
tenemos que asumir el último parto.
Hacemos varios partos con los hijos. Uno
cuando el chico nace, otro cuando va al colegio primario y deja la casa, otro
cuando se va por primera vez de campamento y duerme fuera de la casa, otro
cuando tiene su primer novio o novia, otro cuando se recibe en el colegio
secundario, y el último cuando termina su adolescencia o decide dejar
definitivamente la casa paterna.
En el último parto, finalmente le damos a
nuestro hijo la patente de adulto. Asumimos que es autodependiente, que no
tiene que pedirnos permiso para hacer lo que se le de la gana.
En algún momento, le damos el último
empujoncito que yo llamo el último pujo, le deseamos lo mejor y, a partir de
allí le delegamos el mando.
Quedás a cargo de vos mismo, quedás a cargo
de cómo te vaya, quedás a cargo de darle de comer a tu familia, quedás a cargo
de pagar el colegio de tus hijos, quedás a cargo de todo lo que quieras para
vos y para los tuyos, y en lo que no puedas hacerte cargo, renunciá.
Hace unos años atendí a una pareja que tenía
un hijo al que querían ayudar. Eran “tan buenos”.
El hijo era un médico recién egresado que
ganaba 1.200 pesos en el puesto del hospital y la nuera ganaba 700 trabajando
como maestra jardinera en la escuela del barrio. Entre los dos casi llegaban a
2.000 pesos, que no es poco. Pero los cuatro padres, que los querían tanto, se
pusieron de acuerdo y les regalaron “a
los chicos” un departamento en Libertador y Tagle cuyas expensas eran de 1.650
pesos por mes.
¿Cuál es la ayuda que les estamos dando a
esos chicos?.
Cuando estos dos pagan las expensas, la luz,
el gas y el teléfono, ya no les queda un peso para vivir. Esta es la ayuda de
algunos papás buenos, una cosa sin sentido, o peor, con un sentido nefasto:
esclavizar a los hijos a depender de los padres.
Hay que aprender a terminar con la función de
padre y con la función de hijo. Esto significa olvidarse de la función y
centrarse en el sentido del amor. Todas las obligaciones mutuas que nos
teníamos (las mías: sostenerte, bancarte, ayudarte, etc, y las tuyas: haceme
caso, pedirme permiso, hacer lo que yo diga) se terminaron.
Hay que dejar que los hijos se equivoquen,
que pasen algunas necesidades y soporten algunas renuncias, dejarlos que se
frustren y se duelan, que aprendan a
achicarse cuando corresponde. Que dejen de pedirles a los padres que se
achiquen para no achicarse ellos.
Me gustaría tener la certeza que Demián y
Claudia podrán arreglárselas con sus vidas cuando yo ya no esté. Eso me dejaría
muy tranquilo. Voy a hacer todo lo necesario para poder ver antes de partir lo
bien que se arreglan sin mi.
Lo que nuestros hijos necesitan es que
hagamos lo posible para que no nos necesiten. Esta es nuestra función de
padres.
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