miércoles, 20 de febrero de 2013

El Camino a la Autodependencia Cap 6


CAPÍTULO 6. DECISIÓN

Más adelante en el camino de la autodependencia, tendremos que conquistar la autonomía, quizás el tramo más difícil de este recorrido.
¿A qué se referirá esta palabra que nos suena tan técnica y que generalmente asociamos con la política, la aeronavegación o los equipos directivos estratégicos de instituciones, pero nunca o casi nunca con personas comunes?

La palabra autonomía se compone de la suma de dos conceptos: autonomía. Empezando por el final, “nomía” deriva del griego nómos, que quiere decir ley, norma, costumbre, y de su extensión nomia: sistematización de las leyes, normas o conocimientos de una materia especificada (así, astronomía es la ciencia que sistematiza los conocimientos y las reglas que regulan el movimiento de los astros, economía la que sistematiza el saber relacionado al ekos: casa, lugar, entorno, etc.). El comienzo de la palabra es nuestro ya conocido “auto”, que significa: por uno mismo, de sí mismo.

Autónomo, etimológicamente, es aquel capaz de administrar, sistematizar y decidir sus propias normas, reglas y costumbres. Y si yo quiero ser autodependiente, primero voy a tener que animarme a ser autónomo, es decir, a establecer mis propias normas y a vivir de acuerdo con ellas.

Esto no necesariamente supone vivir bajo la ley de la selva, porque imponerse las propias normas no quiere decir que yo desconozca, descarte o desprecie las existentes en la sociedad. Mis normas pueden ser coincidentes con las de otros.
De hecho, yo puedo revisar las normas y encontrarlas muy adaptables a mí, en absoluta sintonía con lo que pienso y creo; y aun así es importante que goce de esta posibilidad de cuestionar, corregir y reemplazar.
Me parece que una parte del trabajo de vivir en sociedad es encontrarme rodeado de aquellos que en libertad eligen las mismas normas que yo.
Sostener normas coincidentes con las de la sociedad en la que vivo es una manera de asegurar una vida más serena y más feliz, porque es muy difícil ser feliz a contrapelo de todos los demás.

Cuentan de un hombre que en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires conduce su automóvil a contramano por la importante avenida Santa Fe.
Escucha por su radio un reporte de tránsito que dice:
“Un automóvil se desplaza por la avenida Santa Fe en sentido contrario”.
El hombre mira al frente y exclama:
“¡Un auto dice! ¡Ja! ¡Como mil hay! ¡Como mil!...”

Yo puedo fijarme mis propias normas y llegar a ser totalmente autodependiente, pero esto no quiere decir ignorar desafiante las leyes. En el peor de los casos significará el permiso de cuestionarlas.
Puedo imponer mis reglas a mi vida pero eso nada tiene que ver con imponerte mis normas a vos.
Hay una anécdota de la vida del Dr. Fritz Perls que siempre me fascinó.

Fritz era ya un reconocido terapeuta en los Estados Unidos.
Un sábado en el centro de conferencias del Centro Evangelista de Big Sur, en California, se organiza una conferencia entre cuatro representantes emblemáticos de las escuelas terapéuticas en los Estados Unidos. Estaban allí convocados Rogers, Skinner, Wittaker y el propio Perls.
La cita era para las diez.
Un poco más tarde y pidiendo disculpas (como siempre) llega Fritz. Está vestido con su clásica cazadora beige arrugada (decía que no tenía mucho sentido sacarse la ropa cuando uno va a acostarse si piensa volver a ponérsela a la mañana siguiente), y un par de sandalias de cuero; lleva su larga barba de profeta desarreglada y el poco pelo despeinado por el viento.
Los organizadores anuncian el comienzo de las ponencias y Carl Rogers empieza a hablar.
Muy interesado por lo que escucha, Fritz se apoya en el escritorio y automáticamente saca un papel de cigarrillo del bolsillo superior de la chaqueta, se arma un cigarrillo, lo enciende y sigue atentamente la exposición mientras exhala grandes bocanadas de humo blanco.
De pronto, un hombre de la comunidad se acerca y le susurra:
—Disculpe Dr. Perls, éste es un templo y aquí no se permite fumar, perdone.
Fritz apaga el cigarrillo enseguida en una hoja de papel y dice:
—Perdone usted. Yo no lo sabía.
Unos minutos después, discretamente, Fritz sale en dirección al hall.
Rogers termina de hablar. Quinientos médicos y psicólogos aplauden sus palabras. Skinner empieza su presentación y el hombre de la comunidad se da cuenta que el Dr. Perls no ha vuelto a entrar. Sale al hall a buscarlo; ya debe haber terminado su cigarrillo, pero no lo ve. Va a los baños y no lo encuentra. Sale a la calle pero el invitado ha desaparecido. Preocupado, llama a la casa del Dr. para avisar de lo ocurrido.
Atiende el propio Dr. Perls.
—Hola.
El hombre reconoce su típica ronca voz.
—Dr. Perls, ¿qué hace usted ahí?
—Yo vivo aquí —contesta Fritz.
—Pero usted debería estar aquí, no en su casa —argumenta el hombre un poco enardecido.
—Perdón, ¿no fue usted el que me dijo que allí no se puede fumar?
—Sí. ¿Y?
—Yo fumo. De hecho soy un fumador. Los lugares donde está prohibido fumar no son para mí.
—Bueno, doctor. Si para usted es tan importante...
—No. Yo soy incapaz de contrariar la decisión del lugar. No me parece justo.
—Tampoco es justo que la gente que quería escucharlo no lo escuche.
—Es verdad, pero ésa no es mi responsabilidad. Las personas que me invitaron debieron advertirme que yo no podría fumar, entonces les hubiera avisado que no contaran conmigo. Ahora no tiene remedio.

Y me parece ver en esta actitud un canto a la libertad individual, pero también un himno al respeto por las decisiones de los demás.
Porque si soy autónomo, no puedo elegir más que desde mi libertad, aunque muchas veces tenga que pagar un precio por ello.

Parece que nuestro planteo se desplaza. Definida la autonomía, nos queda saber a qué vamos a llamar libertad.
Cuando uno empieza a pensar en este tema, la primera idea que aparece es casi siempre la misma:

Ser libre es poder hacer lo que uno quiere.

Y entonces, la pregunta que se dibuja es: ¿Existe realmente la libertad?
Porque sabemos que nadie puede hacer “todo” lo que quiere...
Nadie puede, por lo tanto, ser totalmente libre.
Si nos detenemos brevemente no podremos evitar llegar hasta esa horrible conclusión:
Que no podemos ser libres. Por lo menos no absolutamente libres.
Y nos consolaremos pensando que, por lo menos, podemos conquistar algunas libertades.
Por ejemplo, la libertad de pensamiento.
Acaso un poquito limitados por nuestra educación, y un poco más aún restringidos por las influencias de la publicidad, creo que podríamos acordar que tenemos la libertad absoluta de pensar lo que se nos venga en ganas, sin restricciones, sin censuras, sin impedimentos.
Sin embargo, cuando nos preguntamos si somos libres, sinceramente, ¿nos referimos a esta idea de libertad? Parece ser que no. Porque al reducir el concepto de libertad al pensamiento, estaríamos omitiendo una serie de aspectos importantes que tienen que ver con lo fundamental de nuestra vida, afortunadamente mucho más ligada a la acción que al pensamiento. Si algo me define en mi relación con el universo, esto es mucho más lo que hago que lo que pienso, y en el mejor de los casos, lo que hago con lo que pienso.
Llegados aquí, el asunto es el siguiente:
¿Para qué me sirve pensar libremente si no puedo actuar?
Conformarme sólo con la libertad de pensamiento conduce a no tener el espacio en el cual vivir mi vida. Sería como armar un mundo virtual de infinitos “como si” computados y programados. Un mundo de fantasía sin sorpresas con el propio intelecto como protagonista. Un “mundo feliz”, como el de Huxley, absolutamente previsible y tedioso.
Una obra de teatro con infinitos ensayos pero nunca estrenada.
La libertad de pensar es muy importante, pero no ganamos nada si no somos capaces de hacer algo con lo que pensamos, si no podemos convertirla en acción, aunque sea una pequeña acción para nosotros mismos.
La acción, en cambio, puede cambiar nuestra inserción en el mundo, puede sorprendernos con lo imprevisto y, a su vez, terminar modificando lo que pensamos.

En una de mis charlas sobre este tema, una joven dijo:
“Eso pasa mucho con la gente grande, están todo el tiempo pensando”.
Y hay mucho de verdad en esta afirmación.
Yo no tengo nada en contra de pensar, sencillamente digo que la libertad de pensar, sola, no conduce a nada y no es una libertad de la cual uno se pueda ufanar.

Lo que importa del ejercicio de la libertad tiene que ver con la acción, con la libertad de hacer.
Al respecto, si confirmamos que Nadie puede hacer Todo lo que Quiere, debemos aceptar con resig-nación que la libertad absoluta no existe.

A partir de aquí, nos encontramos con tres alternativas:
Sostener que una libertad con limitaciones no es tal y que, por lo tanto, el concepto de libertad es una ficción inexistente. Admitir que la libertad absoluta no existe, pero que una libertad relativa, limitada, condicionada, no deja de ser libertad. O salir al encuentro de una nueva posibilidad.
Quisiera olvidar la primera alternativa lo antes posible, porque me cuesta admitir que la libertad sea una ficción. Sin embargo, es cierto que concibo la libertad deseada como un hecho binario, se es libre o no se lo es. No me parece razonable sostener la existencia de una “casi libertad”. ¿Será así, como una tecla de luz: sí o no? ¿O será como la mayoría de la gente sostiene, que la libertad es un tema de grados? Es decir, que se puede ser más libre, más libre, más libre... y menos libre, menos libre, menos libre... ¿Cuatro grados de libertad, seis, ocho, veinticinco...? ¿Será un asunto de más y de menos, como un potenciómetro? ¿Se puede ser libre a medias?
Si no encontráramos otra salida, deberíamos contemplar la posibilidad de estar hablando de una de esas virtudes teologales teóricamente claras pero inalcanzables en la práctica.

Carlitos tiene catorce años y es el nuevo cadete, además de ser el sobrino predilecto de don Alberto, dueño y presidente del directorio de la gran empresa metalúrgica.
A las nueve de la mañana, mientras toma un café con leche en la oficina principal, Carlitos le dice al ejecutivo:
—Tío, viste que estoy yendo al colegio a la noche; bueno, hoy tuvimos clase de lógica y la profe explicó el concepto de teoría y  práctica, pero yo me hice un lío bárbaro y al final no entendí nada. Ella dijo que si no entendíamos lo pensáramos sobre un ejemplo y a mí no se me ocurre nada. ¿Me darías un ejemplo para que yo lo entienda?
—Sí, Carlitos... A ver... Andá a la cocina y decile a María, la cocinera, que te diga la verdad, decile que hay un cliente de la empresa que se quiere acostar con ella y que nos ofrece cien mil dólares por una noche, preguntale si ella se acostaría con el cliente a cambio de diez mil dólares...
—Pero tío...
—Andá, hijo, andá.
El chico hace la pregunta y la cocinera, una bonita morocha de unos cuarenta largos, le dice:
—¡¡¡Diez mil dólares!!! Y... mirá, la situación está tan difícil, mi marido trabaja tanto y los gastos son enormes. Así que... Sí, seguro que lo haría. Pero sólo para ayudarlo a él, ¿eh?
El chico vuelve y le cuenta a su tío con sorpresa:
—Dijo que sí, tío, la cocinera dijo que sí.
—Bueno, ahora andate hasta la recepción y hablá con la rubia de minifalda y pedile que te diga la verdad; contale que hay una fiesta para dos clientes del exterior que pagarían cien mil dólares si les conseguimos una rubia como ella por una noche, preguntale si se iría a la cama con los dos por un cheque de diez mil.
—Pero tío, si Maribel tiene novio...
—Preguntale igual.
Al rato el chico vuelve asombrado.
—Tío Alberto... dijo que sí...
—Muy bien, hijo... prestá atención: En “teoría” estamos en condiciones de hacernos de doscientos mil dólares. Sin embargo, en la “práctica” lo único que tenemos son dos putas trabajando en la empresa.

O bien la Libertad, así con mayúscula, es un mito teórico y en la práctica no existe, o bien la libertad existe pero limitada a ciertas condiciones. El problema está en que si definimos las limitaciones de esa libertad, otra vez aterrizamos en el punto indeseado: que la libertad no existe.
Y si la libertad no existiera, no existiría la autonomía.
Y si la autonomía no existiera, no existiría la autodependencia.
Y si la autodependencia no existiera, y sabiendo que la independencia tampoco existe, no nos quedaría otra posibilidad que la dependencia...
Y entonces, entre otras cosas, habríamos llegado hasta aquí inútilmente.
¡¡Me niego!!

Veamos ahora qué pasa cuando consideramos una libertad con límites:
¿Límites impuestos por quién?
¿Quién decide “lo que se puede” y “lo que no se puede” hacer?
Las respuestas que comúnmente encuentro ante estos interrogantes se podrían reunir en dos hipótesis: las pautas sociales (que hacen responsable a la ley) y las pautas personales (más relacionadas con la moral cultural).
En todo caso, en las charlas aparece siempre la clásica respuesta:
“La libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás”.

No hay muchas cosas que uno recuerde del colegio secundario:
El dúo de Vilcapugio y Ayohúma.
El trío de musgos, algas y líquenes.
Y la frase mágica que todo lo explica: La libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás.
Me parece encantador y nostálgico, pero creo que la libertad no funciona de este modo.
Mi libertad no termina donde empieza la libertad de nadie.
Dicho sea de paso, éste es un falso recuerdo, porque la frase se refiere al derecho, no a la libertad.
Tu derecho no frena mi libertad, en todo caso legisla sobre las consecuencias de lo que yo decida hacer libremente. Quiero decir, la jurisprudencia y la ley informan sobre la pena por hacer lo que está prohibido, pero de ningún modo evitan que lo haga.

Si la libertad es hacer lo que uno quiere dentro de ciertos límites, y éstos los van a determinar los demás, la libertad personal termina dependiendo de lo que el otro me autorice a hacer. El concepto mismo de libertad se derrumba y se termina pareciendo demasiado a los tipos de dependencia de los que hablamos...
Si nos quedáramos con este planteo, estaríamos volviendo a la idea de la libertad decidida por los demás; y creo que es obvio que esta libertad se parece mucho a una esclavitud, aunque el amo sea  gentil y comprensivo, aunque el amo sea impersonal y democrático, aunque el amo sea la sociedad toda y no un individuo.

Imaginemos juntos: Un esclavo que pertenece a un amo muy bondadoso, un amo que lo autoriza a hacer casi todo lo que quiere; un amo, en fin, que le da muchísimos permisos, la mayoría de ellos negados a otros esclavos de otros amos, y aun más, muchos permisos que el mismo amo les niega a otros esclavos. Pregunto: este trato tan preferencial, ¿evita que llamemos a esto esclavitud? Obviamente la respuesta es NO.
Si son otros los que deciden qué puedo y qué no puedo hacer, por muy abierto y permisivo que sea mi dueño, no soy libre.
Nos guste o no aceptarlo, somos libres de hacer cosas que vulneren las normas sociales; y la sociedad sólo puede castigar a posteriori o amenazar a priori sobre la consecuencia de elegir lo que las normas prohíben.

Así, nuestra única esperanza limitadora es dejar esta decisión en cada persona.
Desde este lugar cada uno analizará lo que piensa, lo que quiere y lo que puede y decidirá después qué hace.
Condicionado por estas pautas culturales, por la ética aprendida o por la moral acatada, a veces uno cree que “no puede” hacer algo que lastime al prójimo. Alguien podría acercarse más a la razón con el viejo dicho inglés que alguna vez me enseñaron Julio y Nora:  “I could... but I shouldn´t “ (que más o menos se podría traducir así: Yo podría... pero no debería).
Personalmente creo que hay que llegar más allá, y decir: Yo “puedo”... y si lo hiciera, esto diría algo de mí. Y más aún: si sabiendo que “puedo” hacer algo decidiera no hacerlo porque te daña, esto también diría algo sobre mí.

Otra creencia habitual es que la historia personal, el mandato interiorizado de nuestros padres, funciona como restricción a la libertad. Lo cierto es que seguramente es una dificultad, pero nunca una esclavitud. Porque puedo elegir aceptar, cuestionar o rechazar ese mandato, incluso puedo elegir trabajar para desacondicionarme de él.
Tu historia forma parte de vos, no está fuera de vos; tu historia, aunque vos por supuesto no la elegiste y condiciona tu existencia, ahora sos vos.
Mi historia, la que hace que yo elija comer peras y no duraznos porque en mi casa se comían peras, y que condiciona mi elección, no impide que yo elija. Forma parte de mí, yo soy este que ahora elige de esta manera, pero sigo siendo libre de elegir cualquier otra fruta. Mi condicionamiento consiste en mi tendencia a elegir siempre lo mismo, no en no poder elegir, que son cosas muy distintas.
Mi historia personal puede condicionar mi elección, pero no me quita la posibilidad de elegir.
En todo caso, si pudiendo elegir creyeras que no podés hacer lo que querés, no sos libre.

Sea como fuere, más allá de los demás y de mis propios condicionamientos, hay cosas que no podemos hacer. Podré salir desnudo a la calle, quizás pueda insultar a mi jefe en el banco, pero no importa lo libre que sea, no voy a poder salir volando por la ventana.
Esto implica aceptar que tenemos limitaciones concretas.
¿Es entonces la verdadera libertad una ilusión imposible de alcanzar?
¿Qué clase de libertad es una libertad condicionada siempre por algo?

Aquí estamos enredados en esta trama tejida por los que nos precedieron pensando este tema.
Hemos llegado al lugar deseado del comienzo del saber, hemos llegado a la confusión.
Me parece que para eso escribo, para confundir a todos, para transitar acompañado mis propias con-fusiones, para ver si de esa manera podemos llegar a algún lugar que nos sirva.
Creo firmemente que la única manera de hablar sobre temas filosóficos, y la libertad es un asunto filosófico, no psicológico, es confundiéndose.
Porque si tenés claro un concepto, y esa claridad depende de que nunca lo revisás, lo mejor que te puede pasar es que te lo empieces a cuestionar. Uno de nuestros recursos más importantes es la capacidad de entrar en confusión. Es lo único que puede dar lugar a nuevas verdades. Si uno no puede entrar en confusión respecto de los viejos sistemas de creencias, no puede descubrir nuevas cosas.
Descubrir nuevas cosas tiene que ver con explorar.
Explorar tiene que ver con sorprenderse.
Y sorprenderse implica confundirse.
Así que lo maravilloso de lo que nos pasa cuando pensamos: “¿Cómo puede ser, si yo pensaba esto y ahora no?”, es que entramos en confusión.

Esta confusión sucede porque estamos en una APORÍA, como me enseña Alejandro, en un punto sin salida.
Otra vez Landrú acude en mi ayuda:
Cuando esté en un callejón sin salida, salga por donde entró.

Y todo el razonamiento que hicimos para sostener esta libertad, desde la partida, es en sí un razonamiento falso. Porque nuestra ardua tarea partió de una idea falsa, aunque en el medio hayamos pasado por conclusiones verdaderas.
El desvío proviene de confundir libertad con omnipotencia.
Porque la definición de la cual partimos (“la libertad es hacer lo que uno quiere”) es la definición de omnipotencia, no de libertad.
Y no somos omnipotentes.

Nadie puede hacer todo lo que quiere.
Por mucho que yo quiera, aunque desee fervientemente que sin teñirme el pelo me crezca rubio, no sucede. ¿Por qué? Porque no está dentro de mis posibilidades. Pero no dejo de ser libre por eso. Del mismo modo, no puedo volar, no puedo evitar morir algún día, no puedo detener el tiempo, no puedo cientos de miles de cosas, y no dejo de ser libre por eso.

Además de las limitaciones que pueda tener nuestra cultura, instalar nuestra educación y determinar nuestra moral y nuestra ética, hay limitaciones físicas para poder hacer lo que uno desea.
Así, la libertad se define por la capacidad de elegir, pero las limitaciones que se debe imponer a esa capacidad no son aquellas condicionadas por los derechos del otro, sino por los hechos posibles.

¿Qué pasará con nosotros, cultura de humanos, sociedad del tercer milenio, que nos empeñamos en creer que ser libres es ser omnipotentes?
Poco más o poco menos, todos tenemos esta idea de libertad y entonces desde nuestra soberbia nos preguntamos: ¿Por qué no puedo hacer lo que yo quiero si soy libre?
Y cuando no podemos hacer todo lo que queremos... preferimos creer que no somos libres antes de aceptar que la definición es errónea, antes de aceptar que no somos omnipotentes.

Para no sofisticar tanto el tema, y para que no quede ninguna duda, utilizaré la fórmula de mi paciente Antonio que una tarde, al final de una sesión, irónicamente comentó:

—Habrá que aceptarlo... ¡¡Hay cosas que NI YO puedo hacer!!

Repito... No somos omnipotentes porque hay cosas que obviamente no podemos hacer realidad, y no tienen nada que ver con las leyes de los hombres, con las normas vigentes, con las limitaciones impuestas, con la educación ni con la cultura.

De hecho, alguien puede dimensionar la idea de ser omnipotente, de hacer todo lo que quiere, de volverse Dios. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico y racional, ni siquiera Dios podría ser omnipotente.
¿Por qué? Los argumentos formales acerca de que Dios podría terminar con el mal en el mundo y demás, para los teólogos forman parte del plan divino que uno no entiende. Es decir, Dios sí sería omnipotente porque elegiría no hacer esto por razones inaccesibles para nosotros.
Pero hay un sofisma —un planteo lógicamente correcto, pero que llega a una conclusión irracional o que no puede demostrarse como posible— que siempre me atrajo.
El sofisma respecto de la imposibilidad de la omnipotencia es el siguiente.
Planteo número uno: Dios existe.
Planteo número dos: Dios es omnipotente.
Planteo número tres: Si Dios es omnipotente puede hacer todo.
Planteo número cuatro: Por lo tanto, puede hacer una piedrita chiquita, y puede hacer una piedra enorme, también. ¿Puede Dios hacer una piedra tan grande y tan pesada que no la pueda levantar nadie, ningún ser humano sobre la Tierra? También. Pero... ¿puede hacer Dios una piedra tan grande y tan pesada que no la pueda levantar ni siquiera él mismo?

Ahora: Si no pudiera hacerla, entonces no sería omnipotente; ya que habría una cosa que no podría hacer. Y si pudiera en efecto hacerla, entonces habría una piedra que él no podría levantar, con lo cual tampoco sería omnipotente.

Muy lejos de ser un Dios, hay infinitas cosas que yo sé que
no puedo hacer. Aunque quisiera en este preciso momento cerrar los ojos, abrirlos y estar en Granada con Julia, no está dentro de lo que fácticamente puedo elegir, y no dejo de ser libre por no poder hacer eso.
¿Pero puedo yo elegir ahora bajar a la calle y en lugar de tomarme un taxi ir caminando aunque llueva torrencialmente? . ¿Puedo yo bajar a la calle y esconderme en un callejón y golpear con un palo a la primera persona que pase? . Hacerlo o no, depende de mí y no de mi limitación en los hechos.
Es en ese terreno donde se juega la libertad, en las decisiones que tomo cuando elijo dentro de lo posible. Dicho de otra manera:

La libertad consiste en mi capacidad para elegir
dentro de lo fácticamente posible.

Esta definición implica que sólo se puede hablar de libertad bajo ciertas condiciones.

Primera condición: La elección debe ser posible en los hechos

¿Es posible hacer esto? (No pregunto si es deseable, si está mal, si el costo sería carísimo o si a los demás les gustaría. Ni siquiera pregunto qué pasaría si todos eligieran esto o si las consecuencias serían impredecibles. Pregunto: ¿es posible hacerse?)
Lo fácticamente imposible es solamente aquello cuya imposibilidad depende de hechos concretos, cosas que no dependen de nosotros ni de nuestras opiniones ni de las opiniones de los otros.
Por ejemplo, pensemos en una situación determinada.
Me he comprometido a llevar a tres amiguitos de mis hijos a sus casas. Son las nueve menos veinte y tengo que repartir a todos antes de las nueve. Uno vive en Mataderos, otro en Belgrano y el tercero en Avellaneda.
¡Imposible! ¡No depende de mí en este momento el no poder hacerlo!
No es un tema de libertades. Yo no puedo elegir que sean las ocho para poder llegar a horario ni puedo conseguir que el otro papá se equivoque y piense que llego a las diez cuando quedé a las nueve, tampoco tener un avión en la puerta en lugar de un auto, no puedo elegir que el otro no viva en Belgrano y viva en Caballito o que Avellaneda esté al lado de Flores.
En este ejemplo yo puedo elegir a quién dejo primero, puedo elegir quién va a llegar a horario y quién no, puedo elegir por qué camino voy, puedo elegir llamar o no por teléfono para avisar que voy a llegar más tarde. Todo eso depende de mí, pero dentro de lo que no está en mis posibilidades, allí no puedo elegir.
La libertad es tu capacidad de elegir algo que está dentro de tus posibilidades. Para saber cuáles son las posibilidades, necesitás lucidez para diferenciar qué es posible y qué no lo es.
Cuando planteo este tema en las charlas, una de las primeras respuestas es: “Cuando estoy enfermo o deprimido, no puedo elegir”.
La depresión es una enfermedad de la voluntad, entonces hay cosas que verdaderamente un deprimido no puede hacer. Pero aunque no está dentro de sus posibilidades elegir, no deja de ser libre. Está enfermo, que es otra cosa. Y dentro de lo posible, el enfermo puede elegir hacer algo por su enfermedad o no, cosa que un enfermo terminal por ahí no puede hacer. Si es enfermo terminal no puede elegir no estar enfermo, porque estar enfermo o no estar enfermo no está dentro de las cosas que posiblemente uno pueda elegir.

Que yo tenga una ética que guía mi conducta no quiere decir que deje de ser libre, porque en realidad yo puedo seguir siendo libre y estar atado a mi ética, porque soy libre internamente, yo hago lo que quiero, solo que algunas cosas no quiero hacerlas porque están en contra de mi moral.
Yo elijo de acuerdo a mi propia ética y a mi propia moral.
Pero, muchas veces, poner como condición para hacer tal o cual cosa el respeto por el otro, condicionar mi accionar para no dañarte u ofenderte, es muy parecido a decir: “Yo puedo hacer esto siempre y cuando a vos no te moleste”... ¿Dónde está la libertad?

Me dijo una señora:
“Yo quiero esta libertad siempre y cuando el otro no sufra, porque mi libertad y mi forma de proceder pueden hacer sufrir mucho al otro”.
¿Cómo es esto? ¿Y mi sufrimiento por no ser libre?
Cuando yo digo que uno puede elegir hacer lo que quiere dentro de lo fácticamente posible, siempre aparece alguien que grita...
“¡Hay que respetar al prójimo!”
Y yo pregunto: ¿Qué hay que respetar? ¿Por qué hay que respetar? Yo quiero saber esto.
Y el que gritó no lo dice, pero piensa:
“¡Tiene que respetar! ¡No puede hacer lo que quiere! ¡Aunque quiera y pueda hacerlo... No puede!”
Los “¡No debe! ¡No puede! ¡Hay que respetar!” me llevan a preguntar...
¿Hay que respetar o soy yo el que elige?
Porque no es lo mismo “hay que respetar” que “yo elijo respetar”...
Y justamente, ésa es la diferencia entre sentirse y no sentirse libre: darme cuenta que, en verdad, soy yo el que está eligiendo.
Una de las fantasías más comunes es creer que la libertad se dirige a molestar a otro. Esta idea proviene de la educación que recibimos y hay que descartarla. Porque el hecho concreto de que yo sea libre de hacer daño a otro no quiere decir que esté dispuesto a hacerlo. Es más, que yo sea libre para dañar al otro es lo único que le da valor a que yo no lo dañe.

Lo que le da valor a mis actitudes amorosas es que yo podría no tenerlas.
Lo que le da valor a una donación es que podría no haber donado.
Lo que le da valor a que yo haya salido en defensa de una ideología es que podría no haberlo hecho, o haber salido en defensa de la ideología contraria.
Y por qué no, lo que le da valor a que yo esté con mi esposa es que, si quisiera, podría no estar con ella.
Las cosas valen en la medida que uno pueda elegir, porque ¿qué mérito tiene que yo haga lo único que podría hacer? Esto no es meritorio, no implica ningún valor, ninguna responsabilidad.

Vez pasada pregunté en una charla qué cosas sentían que no podían hacer. Una señora de unos cincuenta años me contestó:
“Por ejemplo, no puedo irme hoy de mi casa y volver cuando se me ocurra”.
¿Qué te hace pensar que no podés? ¿Qué es lo que te impide hacerlo?, le pregunté.
“Mi marido, mis hijos, mi responsabilidad... mi educación”, me respondió.
Entonces le dije:
Vos en este momento planteás una fantasía, la de abandonar todo, y si en realidad no lo hacés, a pesar de que creas que no es así, es porque elegís no hacerlo. Quiero decir, porque elegís quedarte. Por si no queda claro: No te vas porque no querés. Estás haciendo uso de tu libertad. Vos sabés que podrías elegir irte, pero no te vas; sin embargo nadie podría retenerte si hubieras elegido irte. Preferís pensar que no podés y te perdés el premio mayor. Es justamente el ejercicio de la libertad lo que le confiere valor a cada decisión. Tu marido, tus hijos, tus nietos, la sociedad, las cosas por las cuales has luchado, claro que todo esto condiciona tu decisión, pero este condicionamiento no impide que tengas la posibilidad de elegir; porque otras mujeres con el mismo condicionamiento que el tuyo han elegido otra cosa. Recordemos la historia de “Yo amo a Shirley Valentine” (Willy Russell): La mujer que de pronto deja su casa para irse a pasear por el Egeo y se encuentra con Kostas, el marinero turco que le ofrece lo que en ese momento más busca.
Que uno haga lo que se espera de uno es también una elección, y tiene su mérito, nunca es un hecho automático. Que vos resignes algunas cosas como yo resigno otras es meritorio, porque es el producto de nuestra elección libre.
Nosotros podríamos haber elegido dejar de lado las cosas que tenemos, y sin embargo elegimos quedarnos con estas cosas.
Este es nuestro mérito, y merecemos un reconocimiento.

Segunda condición: Las opciones deben ser dos o más

Para que haya elección debe existir más de una opción.
La cantidad de posibilidades está relacionada con mi capacidad y con el entorno en el que me muevo, pero no con la moral del entorno, sino con lo que es posible en el orden de lo real.

¿En qué situaciones existe sólo una posibilidad?
Una vez, en una de mis charlas, alguien puso el ejemplo de lo que ocurría durante la dictadura:
—No se podía salir a la calle a decir “me opongo”.
—Sí se podía... por eso están los muertos —con-testó una chica.
Y claro que podés, y porque podés es que hubo gente que murió por eso.
Y porque fue una decisión libre y porque otros no eligieron eso es que haberlo elegido tiene el valor que tiene.
Lo que importa saber es que aún en la dictadura uno sigue eligiendo, y hay que hacerse responsable de que uno decidió no jugarse la vida. No estoy haciendo un juicio ético. No estoy diciendo que habría que haberlo hecho. Estoy diciendo que cada uno eligió, con sus razones, y cada uno sabe qué piensa para sí.

Lo que realmente uno no puede elegir es el sentimiento. En ese sentido, no hay ninguna posibilidad de elegir y, sobre todo, es muy pernicioso tratar de hacerlo. Porque es muy perjudicial tratar de empujarnos a sentir cosas que no sentimos, o actuar como si las sintiéramos. Porque los sentimientos no se eligen, suceden.
En el resto de las situaciones, siempre podemos elegir. Porque aun en el caso extremo de que un señor me ponga un revólver en la cabeza y me diga: “Matalo a él o te mato”, aun en ese caso puedo elegir.
Yo creo que todos podríamos justificar cualquiera de las dos elecciones. Si un señor me apunta y me dice: “Dame la plata o te mato”, está claro cuál sería la elección que cualquiera de nosotros tomaría. Y nadie juzga.

“Entre la vida y el dinero, seguramente el dinero... —diría mi abuelo—. Después de todo, lo que importa es la plata, porque la salud va y viene...”

Toda vez que yo pueda decir sí o no, soy libre.
Cuando no tenga más remedio que decir sí, entonces no seré libre.
Cuando no tenga más remedio que decir no, entonces no seré libre.
Pero mientras tenga opción, hay libertad.
¿Por qué?
Porque hay más de un camino, y entonces puedo elegir.

Alguien dirá, como siempre... ¿Y los condicionamientos?
¿Y los mandatos? ¿Y la educación? ¿Y la moral y las buenas costumbres? ¿Y las cosas aprendidas?
Todos estos factores, por supuesto, achicarán los caminos posibles, disminuirán las opciones, harán que en lugar de tener cien posibilidades tenga, por ejemplo, cuatro.
Es la sensación de libertad y no la libertad la que está condicionada por la cantidad de posibilidades que tengo.
Cuantas más posibilidades de elección tengo, más libre me siento.
Esto se ve claramente en el tema del dinero.
¿Por qué existe en nosotros la idea de que el dinero da más libertad?
Porque aumenta algunas posibilidades. Entonces, al tener más posibilidades me siento más libre. A veces no tener dinero limita mis opciones a sólo dos y entonces muy libre no podré sentirme. Lo mismo para el ambiente social, lo mismo para la estructura familiar, lo mismo para el tipo de trabajo que hacemos.

El crecimiento conlleva un aumento de la sensación de libertad.
Crecer significa aumentar el espacio que cada uno ocupa. En la medida que haya más espacio, habrá más posibilidades.

Yo no aumento mi libertad cuando crezco, pero aumento mis posibilidades y entonces me siento más libre.

Si en el espacio pequeño que ocupaba no existía más que una posibilidad y en el espacio mayor que ocupo al haber crecido aparece una posibilidad más, entonces al crecer empecé a ejercer la libertad de elegir. 
Piénsenlo en las relaciones que tienen con otras personas. Los amigos que no son posesivos, que no me asfixian, me ayudan a sentirme más libre. Al contrario, con la pareja posesiva, que me ahoga, me siento menos libre, porque la relación me resta posibilidades.
Es decir, me siento más libre cuando tengo más posibilidades, y menos libre cuando tengo menos.

Tercera condición: La responsabilidad

Soy responsable por lo que elijo, justamente porque podría haber elegido otra cosa.
No puedo dejar de ser libre; por lo tanto, no puedo dejar de ser responsable de lo que elijo. No puedo dejar de ser responsable de mi propia vida.
El verbo “elegir” implica responsabilidad. Esto es:
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque yo quise.
Responsabilidad no es obligación, es responder por lo que uno hizo.
Que otro me lo haya indicado o sugerido no quita que se trate de mi libertad de elegir y de mi decisión. Por eso la obediencia debida de los militares es una basura, una mentira. Porque alguien puede ordenarme lo que quiera, pero está en mí hacerlo o no. Y si lo hago me tengo que hacer —porque lo soy— responsable de lo que elegí.

La libertad no es liviana, a veces pesa. Porque si soy responsable, puedo llegar a sentirme culpable por lo que elegí, y puede pesarme tener que responder por esa elección.
Esto es interesante, porque hasta aquí la libertad de elegir era vivida como algo agradable y placentero, y ahora sentimos que si pudiéramos sacarnos de encima la posibilidad de elegir, delegarla, dejar que otro se hiciera cargo, nos sentiríamos muy aliviados o menos angustiados.
Querer o pretender que otro se haga cargo de nuestras elecciones es querer seguir siendo un nene chiquitito, para que otros elijan por nosotros.
¡Hay tanta gente que vive así! Vive muy incómoda, pero está convencida de que no tiene otra posibilidad porque no ha madurado en este sentido.

Digo que no van a poder escaparse de la idea de que son libres y por lo tanto responsables de todo lo que hacen. No hay manera de que se escapen.
No importa lo que crean, no importa lo que digan, no importa a quién le echen la culpa.
No importa que le echen la culpa a las leyes, al medio, al entorno, al condicionamiento, a la educación o a los mandatos.
Ustedes están eligiendo en cada momento su accionar.
Y si no quieren aceptar esto es porque no quieren aceptar la responsabilidad que significa ser libres.

Es mi derecho y mi privilegio limitarme a mí. No sos vos el que me lo impide, no hay nada real que me lo impida; soy yo, que estoy haciendo una elección.
Las autolimitaciones son elecciones. Soy autónomo y me fijo mis propias normas y me digo: esto no. En este caso no estoy dejando de ser libre, porque es mi elección. Tanto estoy eligiendo que si yo digo: “esto no”, puedo decir mañana: “esto sí”.

Si uno elige ser esclavo: ¿ahora es libre o es esclavo?
¿Se puede elegir no elegir?
Esta es la vieja paradoja de la libertad.
Aristóteles decía: “Tengo una piedra en la mano, yo puedo elegir tener la piedra o tirarla, tengo esa elección; mientras yo tenga la piedra en la mano tengo las dos posibilidades; sin embargo, si yo tirara la piedra ahora ya no podría elegir tenerla o tirarla.”
Hay algunas elecciones que abren y otras elecciones que cierran.
Si uno elige ser esclavo y después puede elegir ser libre, entonces es libre, aunque sea esclavo. Si yo elijo esclavizarme a la voluntad y al deseo de alguien, sigo siendo libre, siempre y cuando yo pueda elegir cambiar esa esclavitud.

En la leyenda de Tristán e Isolda, Tristán toma por error un filtro de amor y queda perdidamente enamorado de Isolda. Entonces se vuelve su amante. El rey, que pensaba casarse con ella, se ve traicionado por Tristan y le dice: “¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?” Yo soy tu amigo y vos te acostaste con la mujer que iba a ser mi esposa. Y Tristán le responde: “¿A mí me preguntás? ¿Yo qué tengo que ver? Preguntale a ella, que yo soy esclavo de mi corazón y ella es su dueña...”

En este caso, Tristán no eligió la traición, porque tomó del filtro del amor. En este  mito no hay voluntad, entonces tampoco hay responsabilidad sobre las acciones (de hecho el rey, al escuchar esto, comprende, se compadece y lo perdona).
El problema es que en la vida real, que no es un mito, siempre somos responsables de lo que elegimos, porque no existen los filtros que nos hagan perder la voluntad.
Yo sostengo que ponerme una limitación es restringir mi capacidad de elegir, y ser libre es justamente abrir mi capacidad de elegir. Como ya dije, ser libre es elegir hacer, dentro de “lo que uno puede”, que está limitado claramente por mi capacidad y condición física. Todo lo demás depende de mi elección. Yo acepto o no acepto con esto que soy.
Con estos condicionamientos que son parte de mí.
Con los mandatos, con los aprendizajes.
Con los condicionamientos culturales que he recibido, con las pautas sociales, con mi experiencia, con mis vivencias, con todas las cosas que finalmente han desembocado en que yo sea este que soy.
Hoy, desde ser este que soy, yo elijo. 
Soy yo el que decide.
La libertad es lo único que nos hace responsables.

En una vieja historia del pueblo judío —todos los pueblos tienen una—, la historia de Mazada, para no entregar la ciudad el pueblo entero se sacrifica hasta morir.
Entre las termitas hay un grupo que se dedica todo el tiempo a comer, como si fuera una ocupación; no hacen otra cosa. Y su trabajo es salir del hormiguero cuando éste es atacado por arañas o escarabajos. En ese momento las termitas sacrifican su vida y se dejan comer. Es decir, su función es retrasar a los escarabajos para que no lleguen al hormiguero.

Parece una actitud maravillosa, ¿hablaríamos de la valentía de estas hormigas? ¿Hablaríamos de su valor?
No, porque estas hormigas no pudieron elegir, tienen una conducta pautada genéticamente. En cambio, la gente de Mazada sí pudo elegir.
El hecho concreto de haber podido elegir hace que uno pueda considerar heroica una conducta.

Es absolutamente indiscutible que cada uno de nosotros tiene la limitación de los hechos concretos, de lo que no puede hacer. Ahora faltará saber si nos vamos a animar a tomar conciencia de que no tenemos más limitaciones respecto del otro que las que cada uno decida.
Es por eso que llamé “Decisión” a esta etapa del viaje.
La idea de que puedo elegir solamente dentro de lo que el otro o los otros me dicen que puedo es una idea imbécil, una idea que hemos ido aprendiendo desde nuestro segundo año de vida hasta el último año del colegio secundario.
Esto muestra de qué manera nuestra educación nos ha conducido a ser imbéciles.

Yo he vivido toda mi vida, hasta no hace muchos años, con una imbecilidad moral poco capaz de ser empardada, y viviendo en función y atado a las historias de lo que se debía y de lo que no se debía, una imbecilidad moral tan importante y tan grande como para que yo me enterara de qué decisiones había tomado respecto de mi vida cuando ya estaba casado y tenía dos hijos.
La verdad es que nunca me había dado cuenta que estaba decidiendo; yo no estaba eligiendo, estaba haciendo lo que de alguna manera estaba pautado por mi cultura y mi educación.
Pero un día, a los treinta años, me di cuenta que en realidad no había elegido esto, y ese día tuve que elegir, porque no había más remedio.
Uno podía elegir quedarse con lo que tenía o no, porque eso era la libertad de elegir.
Esto debe haberle pasado también a mucha gente; no siempre en un momento así uno elige quedarse con lo que ha hecho. A veces uno elige que no, y entonces se enfrenta con los problemas serios de darse cuenta que gran parte de la vida que uno ha tenido ha sido producto de su imbecilidad, y empieza a darse cuenta que había recorrido caminos equivocados, y muchas veces eso es doloroso para uno y para los otros.


Sólo podremos dejar de ser imbéciles morales cuando recuperemos nuestra propia moral, cuando dejemos de creer que otros tienen que decidir o prohibir por nosotros.

Se trata de aumentar la capacidad de conciencia de cada uno para elegir lo que quiere prohibirse o permitirse.
Se trata de educar a la gente para que tenga más posibilidades de elegir.
Se trata de no traer imbéciles morales al mundo, jóvenes que al no tener posibilidades para elegir terminan eligiendo la droga.
Hay que darse cuenta de que en este caso otros están eligiendo por ellos.
Hay que tratar de que los jóvenes se desimbecilicen, se vuelvan adultos, para que puedan decidir qué les conviene y qué no les conviene.
No se trata de prohibir la droga, se trata de aumentar su nivel de madurez para que no sean imbéciles, para que no se dejen arrastrar al negocio de unos pocos que manejan la droga para tratar de venderla.
No se engañen: a nadie le importa qué pasa con los jóvenes, con nuestros hijos. Lo que les importa es la plata que se mueve alrededor de esto.
Repito: no se trata de prohibir la droga o las películas pornográficas, no se trata de prohibir la prostitución, se trata de generar cultura, información, madurez. Se trata de ayudar a los jóvenes a pensar.

Para ayudar a los jóvenes a pensar hay muchos caminos. Yo creo que el mejor camino es el de la libertad, el de mostrarles a nuestros hijos, a nuestros vecinos, a nuestros amigos, que la libertad se ejecuta todos los días cuando uno puede ser capaz de decir sí o no.

No quiero que olvidemos en nuestro razonamiento que existen por lo menos dos posturas filosóficas claramente enfrentadas que nos podrían condicionar a llegar a conclusiones diferentes: la de quienes piensan que si no hubiera sido por las leyes y las normas el hombre habría terminado por destruir al hombre definitiva-mente, y la de aquellos que dicen que si no hubiera sido por las leyes y las normas el hombre habría sido mucho más feliz, generoso y amable.
¿Cómo saber cuál es la postura correcta? Es muy difícil decidir sobre esto sin tomar previamente una postura ideológica. Es imposible saber si las leyes y la represión han contribuido al progreso de la humani-dad al frenar el impulso destructivo supuestamente innato o, por el contrario, si es justamente el orden impuesto lo que llevó a la aniquilación de gran parte de la creatividad y la espontaneidad del ser humano, como creen los anarquistas.

Dicen las maestras, y algunas personas que asisten a mis charlas, que hacer lo que yo propongo no es libertad, sino libertinaje. ¡Libertinaje!
¡¡Un exceso de libertad!! ¿Qué tal? ¿Qué es demasiada libertad?
¿Hacer demasiado lo que quiero o hacer lo que quiero demasiado?

La autonomía es posible únicamente para el individuo que decide convertirse en persona.

Es un gran trabajo y, por supuesto, muchas veces ni siquiera cuenta con el aplauso de los demás. Porque, como hemos ido viendo hasta aquí, la historia de creer que “los demás van a condicionar mi decisión”, la historia de que “yo no puedo elegir en contra de lo que todos creen”, que “yo tengo que atenerme a las normas que los demás me imponen”, que “es imprescindible para mí hacer lo que todos dicen que hay que hacer”, esta idea, es una idea imbecilizante. Es la contracara de la idea de la libertad de elegir.

La educación formal nos arrastra a una clara oscilación. Por un lado, quiere convencernos de que “la libertad absoluta no existe”, y por el otro, intenta imponer que “la libertad consiste en hacer lo que se debe”.
Y yo digo: ni una cosa ni la otra.
Ni la omnipotencia como punto de mira ni la obediencia debida.

La libertad consiste en ser capaz de elegir
entre lo que es posible para mí
y hacerme responsable de mi elección. 

Elegir significará, entonces, hacer mi camino para, egoístamente, llegar como en la poesía de Lima Quintana a la cima de la montaña que yo decida escalar.
Y éste será mi desafío.
El mío, el que yo elija.
Porque la cima... la cima la elegí yo.
Nadie eligió esta cima por mí.

Había una vez un carpintero que se especializaba en el armado de casas. Trabajaba para un empresario que le proporcionaba los paneles premoldeados; él los ensamblaba, les remachaba las juntas, levantaba la casa y alistaba los detalles.
Un día, el carpintero decide que ya ha trabajado lo suficiente y que es la hora de dejar su tarea. Así que va a hablar con el empresario y le cuenta que se va a jubilar. Como aún le quedaba una casa por terminar, le advierte que éste será su último trabajo y que luego se va a retirar.
—¡Qué lástima! —dice el empresario—, usted es un buen empleado... ¿No quiere trabajar un poco más?
—No, no, la verdad es que tengo muchas cosas para hacer, quiero descansar...
—Bueno.
El señor termina de hacer la supuesta casa, va a despedirse del empresario y éste le dice:
—Mire, hubo una noticia de último momento, tiene que hacer una casa más. Si me hace el favor... No tiene más nada que hacer... Dedíquese exclusivamente a hacer esta última casa, tómese el tiempo que sea necesario pero, por favor, haga este último trabajo.
Entonces el carpintero, fastidiado por este pedido, decide hacerla. Y decide hacerla lo más rápido que pueda para ir a descansar, que era lo que él en realidad quería. Ya no tiene nada que defender, va a dejar el trabajo, ya no tiene que buscar la valoración de los demás, ya no está en juego su prestigio ni su dinero, ya no hay nada en juego porque él está amortizado. Lo único que quiere es hacerla rápido.
Así que junta los paneles entre sí, los sujeta sin demasiada gana, usa materiales de muy baja calidad para ahorrar el costo, no termina los detalles, hace, en suma, un trabajo muy pobre comparado con lo que él solía hacer. Y finalmente, muy rápido, termina la casa.
Entonces va a ver al empresario y éste le dice:
—¿Y? ¿La terminó?
—Sí, sí, ya terminé.
—Bueno, tome... coloque la cerradura, cierre con llave y tráigamela.
El carpintero va, pone la cerradura, cierra con llave y regresa. Cuando el empresario toma la llave, le dice:
—Este es nuestro regalo para usted...

Puede ser que no nos demos cuenta, pero la vida que construimos todos los días es la casa donde vivimos. Y la hemos estado haciendo nosotros. Si no queremos, no nos fijemos demasiado si la casa tiene lujos o algunos detalles sin terminar, pero cuidemos muy bien cómo la vamos armando. Cuánta energía, cuánto interés, cuánto cuidado, cuánta cautela pusimos hasta acá en construir nuestra vida.

Qué bueno sería, de verdad, que empecemos, de aquí en adelante, a estar más atentos a lo que construimos.
Claro que a veces hay zonas turbulentas donde un terremoto viene, te derrumba todo lo que hiciste y tenés que empezar de nuevo. Es verdad.
¿El afuera existe? No hay duda. Pero no agreguemos a estas contingencias del afuera la contingencia de no habernos ocupado adecuadamente de construir esta casa.
Porque, aunque no nos demos cuenta, esta vida que estamos construyendo es la vida en la que vamos a vivir nosotros. No estamos construyendo una vida para que viva el vecino, estamos construyendo una vida donde vamos a habitar nosotros mismos.

Y entonces, si uno se sabe valioso, si uno se quiere, ¿por qué conformarse con cualquier cosa? ¿Por qué funcionar como el carpintero del cuento?
Si te das cuenta de que merecés vivir en la mejor vida...
¿Por qué no construirte la mejor casa?
¿Por qué no procurarte la mejor vida en la cual vivir desde hoy?
Por lo tanto, no sólo la libertad existe, sino que es irremediable.
Es más, somos condenadamente libres, porque además la libertad es irrenunciable.
Permanentemente estamos haciendo ejercicio de la libertad.

Octavio Paz decía:
La libertad no es una idea política ni un pensamiento filosófico ni un movimiento social. La libertad es el instante mágico que media en la decisión de elegir entre dos monosílabos: sí y no.

Pasaje

Me acuerdo siempre de una escena.

Mi primo, mucho más chico que yo, tenía tres años.
Yo tenía unos doce...
Estábamos en el comedor diario de la casa de mi abuela. Mi primito vino corriendo y se llevó la mesa ratona por delante. Cayó sentado de culo en el piso llorando.
Se había dado un golpe fuerte y poco después un bultito del tamaño de un carozo de durazno le apa-reció en la frente.
Mi tía, que estaba en la habitación, corrió a abrazarlo y mientras me pedía que trajera hielo le decía a mi primo:
“Pobrecito, mala la mesa que te pegó, chas chas a la mesa...”, mientras le daba palmadas al mueble invitando a mi pobre primo a que la imitara.
Y  yo pensaba: ¿...?
¿Cuál es la enseñanza?  La responsabilidad no es tuya, que sos un torpe, que tenés tres años y que no mirás por dónde caminás; la culpa es de la mesa.
La mesa es mala.
Yo intentaba entender más o menos sorprendido el mensaje oculto de la mala intencionalidad de los objetos.
Y mi tía insistía para que mi primo le pegara a la mesa...


Me parece gracioso como símbolo, pero como aprendizaje me parece siniestro: vos nunca sos responsable de lo que hiciste, la culpa siempre la tiene el otro, la culpa es del afuera, vos no, es el otro el que tiene que dejar de estar en tu camino para que vos no te golpees...
Tuve que recorrer un largo trecho para apartarme de los mensajes de las tías del mundo.
Es mi responsabilidad apartarme de lo que me daña. Es mi responsabilidad defenderme de los que me hacen daño. Es mi responsabilidad hacerme cargo de lo que me pasa y saber mi cuota de participación en los hechos.

Tengo que darme cuenta de la influencia que tiene cada cosa que hago. Para que las cosas que me pasan me pasen, yo tengo que hacer lo que hago. Y no digo que puedo manejar todo lo que me pasa, sino que soy responsable de lo que me pasa, porque en algo, aunque sea pequeño, he colaborado para que suceda.
Yo no puedo controlar la actitud de todos a mi alrededor, pero puedo controlar la mía. Puedo actuar libremente con lo que hago.
Tendré que decidir qué hago. Con mis limitaciones, con mis miserias, con mis ignorancias, con todo lo que sé y aprendí, con todo eso, tendré que decidir cuál es la mejor manera de actuar. Y tendré que actuar de esa mejor manera.
Tendré que conocerme más para saber cuáles son mis recursos.
Tendré que quererme tanto como para privilegiarme y saber que ésta es mi decisión.

Y tendré, entonces, algo que viene con la autonomía y que es la otra cara de la libertad: el coraje. Tendré el coraje de actuar como mi conciencia me dicta y de pagar el precio.

Tendré que ser libre aunque a vos no te guste.

Y si no vas a quererme, así, como soy;
y si te vas a ir de mi lado, así como soy;
y si en la noche más larga y más fría del invierno
me vas a dejar solo y te vas a ir...
cerrá la puerta, ¿viste? porque entra viento.

Cerrá la puerta. Si ésa es tu decisión, cerrá la puerta.
No voy a pedirte que te quedes un minuto más de lo que quieras. Te digo: cerrá la puerta, porque yo me quedo y hace frío.

Y ésta va a ser mi decisión.
Esto me transforma en una especie de ser inmanejable.
Porque los autodependientes son inmanejables y sabemos que no hay nadie que los pueda manejar.
Porque a un autodependiente lo manejás solamente si él quiere, con lo cual, no es manejable, no estás manejándolo; él está manejando la situación, el se está manejando a sí mismo.

Esto significa un paso muy adelante en tu historia y en tu desarrollo, una manera diferente de vivir en el mundo y probablemente signifique empezar a conocer un poco más a quien está a tu lado.

Si sos autodependiente, de verdad, si no vas a dejarte manejar ni siquiera un poquito, es probable que algunas de las personas que están a tu lado se vayan... Quizás alguno no quiera quedarse.
Bueno, habrá que pagar ese precio también.
Habrá que pagar el precio de soportar las partidas de algunos a mi alrededor.
Y prepararse para festejar la llegada de otros (Quizás...)

Miguel y Tomás salen de una reunión. Pasan por el guardarropa y la hermosa niña que atiende le alcanza a Miguel un sobretodo negro. El hombre saca un billete de cincuenta pesos y se lo deja sobre el mostrador. La niña sonríe seductora y dice: “Gracias”.
Ya en la calle, Tomás le dice a Miguel acusadoramente:
—¿Vos viste la propina que le diste?
Miguel, casi sin mirarlo le contesta:
—¿Vos viste el sobretodo que me dio?

El precio que pagamos por la autodependencia siempre es barato, porque es la única forma de asegurarnos que no pasaremos frío el próximo invierno.

Cuando uno toma decisiones para hacer cosas con el otro, cosas importantes como hacer el amor, o no importantes como caminar por una plaza, o quizás tan importantes como caminar por una plaza o no tan importantes como hacer el amor, tiene que darse cuenta que son decisiones voluntarias, tomadas para hacer al lado del otro, pero no “por” el otro, sino “con” el otro.
Es importante empezar a darnos cuenta que nuestra relación con el mundo, con los demás, con el prójimo, en realidad es hacer cosas “con” los otros.
Y que este “con el otro” es autónomo, que depende de nuestra libre decisión de hacerlo.

Que no hago cosas por vos y que por eso no me debés nada.
Que no hacés cosas por mí y por eso no te debo nada.
Que, en todo caso, hacemos cosas juntos.
Y estamos alegres por eso.

Aprender a caminar juntos será un nuevo desafío, el del camino que sigue: El camino del Encuentro.
Entonces no me quedaré dependiendo de vos y no trataré de que dependas de mí.
Dejaré de transitar este espacio de intentar que me temas.
Detestaré la necesidad de que me odies.
Cancelaré la postura de víctima, para que nunca me tengas lástima.
Y no intentaré más que me necesites.
Me conformaré con que me quieras o no.

Y en todo caso, si vos no me querés, no te angusties por mí, siempre habrá alguien capaz de quererme.

La idea de liberarse a la que se refiere Lima Quintana en el
Poema del vigilante y el ladrón, citado al comienzo, continúa sin contradicción en este otro que no casual-mente se titula La meta:

Hay que llegar a la cima
Hay que arribar a la luz
Hay que darle un sentido a cada paso
Hay que glorificar la sencillez de cada cosa
Anunciar cada día con un himno
Subir por esa calle ancha que conduce hacia el éxito
Dejar atrás, para siempre, el horror y los fracasos
Y cuando entremos finalmente, orgullosos y triunfales,
Cantando por la cumbre, recién entonces
Estirar las manos hacia abajo
Para ayudar a los que quedaron rezagados.
Recién después de haber llegado, puedo pensar en ayudar al prójimo a recorrer su propio camino, que quizás no sea el mío, pero que él merece explorar.
Habrá que ver qué significa rebelarse y qué significa desobedecer.
Habrá que saber dónde está la transgresión.
Después de todo, es mi libertad de acatar las normas sabiendo que podría violarlas, lo que dignifica mi res-peto a ellas.

¿Deberíamos ser siempre leales a las reglas, a las normas, a  las costumbres?
Y si es así, ¿a cuáles?
¿A las tuyas?
¿A las mías?
¿A las de la mayoría?

Habrá que evaluar qué es una decisión autodependiente.
Habrá que aceptar el desafío de ser autodependiente, y entonces darme:
Más y más derecho a tomar mis propias decisiones.
Más y más espacios de desacondicionamiento.
Más y más desapego de la manía juzgadora y manipuladora del afuera.
Más y más lugares de salud.

Estos espacios no me los puede traer ni quitar nadie.
Voy a tener que construirlos yo mismo o descubrirlos en mí, pagar primero los precios y soportar con valor las heridas, para recién después animarme a gritar mi decisión de habitarlos.

No para morir por defenderlos, sino para vivir y compartirlos.

Si llegamos a la cima, seguramente habremos encontrado  juntos una manera de hacer real lo posible.

Había una vez, en la antigua China, tres monjes budistas que viajaban de pueblo en pueblo dentro de su territorio ayudando a la gente a encontrar su iluminación. Tenían su propio método: Todo lo que hacían era llegar a cada ciudad, a cada villa, y dirigirse a la plaza central donde seguramente funcionaba el mercado. Simplemente se paraban entre la gente y empezaban a reír a carcajadas.
La gente que pasaba los miraba extrañada, pero ellos igualmente reían y reían. Muchas veces alguien preguntaba: “¿De qué se ríen?”. Los monjes se quedaban un pequeño rato en silencio... se miraban entre ellos y luego, señalando al que preguntaba y apuntándolo, retomaban su carcacajada. Y sucedía siempre el mismo fenómeno: la gente del pueblo, que se empezaba a reunir alrededor de los tres para verlos reír, terminaba contagiándose de sus carcajadas y tornaban a reír tímidamente al principio y desaforadamente al final.
Cuentan que al rato de reír, todo el pueblo olvidaba que estaba en el mercado, olvidaba que había venido a comprar y el pueblo entero reía y reía y nada tenía la envergadura suficiente para poder entristecer esa tarde. Cuando el sol se escondía, la gente riendo volvía a sus casas; pero ya no eran los mismos, se habían iluminado. Entonces, los tres monjes tomaban su atado de ropa y partían hacia el próximo pueblo.
La fama de los monjes corría por toda China. Algunas poblaciones, cuando se enteraban de la visita de los monjes, se reunían desde la noche anterior en el mercado para esperarlos.
Y sucedió un día que, entrando en una ciudad, repentinamente uno de los monjes murió. “Ahora vamos a ver a los dos que quedan — de-cían algunos—, vamos a ver si todavía les que-dan ganas de reír”...
Ese día más y más gente se juntó en la plaza para disfrutar la tristeza de los monjes que reían, o para acompañarlos en el dolor que seguramente iban a sentir.
¡Qué sorpresa fue llegar a la plaza y encontrar a los dos monjes, al lado del cuerpo muerto de su compañero... riendo a carcajadas! Señalaban al muerto, se miraban entre sí y seguían riendo.
“El dolor los ha enloquecido —dijeron los pobladores—. Reír por reír está bien, pero esto es demasiado, hay aquí un hombre muerto, no hay razón para reír”.
Los monjes, que reían, dijeron entre carcajadas: “Ustedes no entienden... él ganó... él ganó...”, y siguieron riendo.
La gente del pueblo se miraba, nadie entendía. Los monjes continuaron diciendo con risa contenida: “Viniendo hacia aquí hicimos una apuesta... sobre quién moriría primero... Mi compañero y yo decíamos que era mi turno... porque soy mucho mayor que ellos dos, pero él... él decía que él... iba a ser el elegido... y ganó ¿entienden?... él ganó...” Y una nueva andanada de carcajadas los invadió.
“Definitivamente han enloquecido —dijeron todos—. Debemos ocuparnos nosotros del funeral, estos dos están perdidos”.
Así, algunos se acercaron a levantar el cuerpo para lavarlo y perfumarlo antes de quemarlo en la pira funeraria como era la costumbre en esos tiempos y en ese lugar.
“¡No lo toquen! —gritaron los monjes sin parar de reír—. No lo toquen... tenemos una carta de él... él quería que en cuanto muriera hicieran la pira y lo quemaran así... tal como está... tenemos todo escrito... y él ganó... él ganó”.
Los monjes reían solos entre la consternación general. El alcalde del pueblo tomó la nota, confirmó el último deseo del muerto e hizo los arreglos para cumplirlo. Todos los habitantes trajeron ramas y troncos para levantar la pira mientras los monjes los veían ir y venir y se reían de ellos.
Cuando la hoguera estuvo lista, entre todos levantaron del suelo el cuerpo sin vida del monje y lo alzaron hasta el tope de la montaña de ramas reunidas en la plaza. El alcalde dijo una o dos palabras que nadie escuchó y encendió el fuego. Algunos pocos lagrimeaban en silencio, los monjes se desternillaban de la risa.
Y de pronto, algo extraño sucedió. Del cuerpo que se quemaba salió una estela de luz amarilla en dirección al cielo y explotó en el aire con un ruido ensordecedor. Después, otros cometas luminosos llenaron de luz el cuerpo que se quemaba, bombas de estruendo hacían subir los destellos hasta el cielo y la pira se transformó en un increíble espectáculo de luces que subían y giraban y cambiaban de colores y de sonidos espectaculares que acompañaban cada destello. Y los dos monjes aplaudían y reían y gritaban:  “¡Bravo... Bravo...!”
Y entonces sucedió. Primero los niños, luego los jóvenes y después los ancianos, empezaron a reír y a aplaudir. El resto del pueblo quiso resistir y chistar a los que reían, pero al poco tiempo todos reían a carcajadas.
El pueblo, una vez más, se había iluminado.
Por alguna razón desconocida, el monje que reía sabía que su fin se acercaba y, antes de morir, escondió entre sus ropas montones de fuegos artificiales para que explotaran en la pira, su última jugada, una burla a la muerte y al dolor, la última enseñanza del maestro budista:
La vida no finaliza, la vida sólo nace una y otra vez.
Y el pueblo iluminado... reía y reía.

FIN

*    *    *

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