Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,14) .
Esta es una palabra de Pablo, el Apóstol: breve,
estupenda, lapidaria y clarificante. Nos dice lo que debe estar en la base del
comportamiento cristiano, lo que debe inspirarlo siempre: el amor al prójimo.
El apóstol ve en la aplicación de este mandamiento
el pleno cumplimiento de la ley. Esta, de hecho, dice no cometer adulterio, no
matar, no robar, no desear… y se sabe que el que ama no hace estas cosas: quien
ama no mata, no roba…
«Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
Quien ama no evita solo el mal. Quien ama se abre a
los otros, quiere el bien, lo hace, se dona y llega a dar la vida por el amado.
Por esto, Pablo escribe que en el amor al prójimo no solo se observa la ley,
sino que se tiene «la plenitud» de la ley.
«Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
Si toda la ley está en el amor al prójimo, es
necesario ver los otros mandamientos como medio para iluminarnos y guiarnos a
saber encontrar, en las difíciles situaciones de la vida, el camino para amar a
los demás; es necesario descubrir en los otros mandamientos la intención de
Dios, su voluntad.
Él nos quiere obedientes, castos, apacibles,
clementes, misericordiosos, pobres… para realizar mejor el mandamiento de la
caridad.
«Pues toda la ley alcanza su plenitud
en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
Nos podrían preguntar: ¿Cómo es que el Apóstol no
habla del amor a Dios?
El hecho es que el amor a Dios y al prójimo no
compiten entre ellos. Uno, el amor al prójimo, es de hecho expresión del otro,
el amor a Dios. Amar a Dios, significa hacer su voluntad. Y su voluntad es que
amenos al prójimo.
«Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo»
¿Cómo poner en práctica esta palabra? Está claro:
amando al prójimo y amándolo de verdad.
Esto significa donarse, pero donarse
desinteresadamente a él. No ama aquel que instrumentaliza al prójimo para sus
propios fines, aunque sean espirituales, como puede ser la propia
santificación. Es necesario amar al prójimo, no a nosotros mismos.
No hay duda, sin embargo, que quien ama así se hará
santo de verdad; será «perfecto como el Padre», porque ha hecho lo mejor que
podía hacer: ha descubierto la voluntad de Dios, la ha puesto en práctica, ha
cumplido plenamente con la ley.
¿No seremos examinados al final de la vida
únicamente sobre este amor?