Sacerdocio común y Sacerdocio ordenado
Levantad vuestros ojos.
«Levantad vuestros ojos y mirad los campos que
están dorados para la siega» (Jn 4,35).Estas palabras del Señor tienen la
virtud de mostrar el inmenso horizonte de la misión de amor del Verbo
encarnado.«El Hijo eterno de Dios ha sido enviado “para que el mundo se salve
por medio de Él”.
Habilitados, pues, por el carácter y por la gracia
del sacramento del Orden, y hechos testigos y ministros de la misericordia
divina, los sacerdotes de Jesucristo se consagran . Los hombres desean
encontrar en el sacerdote a un hombre de Dios, que diga con San Agustín:
«Nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría es también Cristo. Él plantó en
nuestras almas la fe de las cosas temporales, y en las eternas nos manifiesta
la verdad »Estamos en un tiempo de nueva evangelización: hay que saber ir en
busca de las personas que se encuentran a la espera de poder encontrar a
Cristo.
En el sacramento del Orden, Cristo ha transmitido,
en diversos grados, la propia condición de Pastor de almas a los obispos y a
los presbíteros, haciéndolos capaces de actuar en su nombre y de representar su
potestad capital en la Iglesia.
Los sacerdotes «hemos sido consagrados en la
Iglesia para este ministerio específico. Estamos llamados a contribuir, de
varios modos, donde la Providencia nos pone, en la formación de la comunidad
del pueblo de Dios. Nuestra tarea consiste en apacentar la grey de Dios que se
nos ha confiado, no por la fuerza, sino voluntariamente, no tiranizando, sino
dando un testimonio ejemplar.
Elementos centrales del ministerio y de la vida de los presbíteros
La
identidad del presbítero.
La identidad del sacerdote debe meditarse en el
contexto de la voluntad divina a favor de la salvación, puesto que es fruto de
la acción sacramental del Espíritu Santo, participación de la acción salvífica
de Cristo, y puesto que se orienta plenamente al servicio de tal acción en la
Iglesia, en su continuo desarrollo a lo largo de la historia. Él es el siervo
de Cristo, para ser, a partir de él, por él y con él, siervo de los hombres.
El ser y el actuar del sacerdote - su persona
consagrada y su ministerio - son realidades teológicamente inseparables, y
tienen como finalidad servir al desarrollo de la misión de la Iglesia.
Sacerdocio común «Si el sacerdocio común es consecuencia de que el
pueblo cristiano ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y
pertenece a todo creyente en cuanto injertado en este pueblo, el sacerdocio
ministerial, en cambio, es fruto de una elección, de una vocación específica.
«El sacerdocio sacramental, es sacerdocio
“jerárquico” y al mismo tiempo “ministerial”. Constituye un ministerium
particular, es decir, es “servicio” respecto a la comunidad de los creyentes.
Sin embargo, no tiene su origen en esta comunidad, como si fuera ella la que
“llama” o “delega”.
El generoso empeño de los laicos en los ámbitos del
culto, de la transmisión de la fe y de la pastoral, en un momento además de
escasez de presbíteros, ha inducido en ocasiones a algunos ministros sagrados y
a algunos laicos a ir más allá de lo que consiente la Iglesia, e incluso de lo
que supera su ontológica capacidad sacramental.
El
sacerdote, alter Christus, es en la Iglesia el ministro de las acciones
salvíficas esenciales.
El sacerdote hace presente a Cristo Cabeza de la
Iglesia mediante el ministerio de la Palabra, participación en su función
profética. In persona et in nomine Christi,
el sacerdote es ministro de la palabra evangelizadora, que invita a todos a la
conversión y a la santidad; es ministro de la palabra cultual, que ensalza la
grandeza de Dios y da gracias por su misericordia; es ministro de la palabra
sacramental, que es fuente eficaz de gracia.
La unidad de vida.
Sobre este fundamento de amor a la voluntad divina
y de caridad pastoral se construye la unidad de vida es decir, la
unidad interior entre la vida espiritual
y la actividad ministerial. El crecimiento de esta unidad de vida se fundamente
en la caridad pastoral nutrida por una sólida
vida de oración, de manera que el presbítero ha de ser inseparablemente
testimonio.
Un
camino específico hacia la santidad.
El
sacerdocio ministerial, en la medida en que configura con el ser y el obrar
sacerdotal de Cristo, introduce una novedad en la vida espiritual de quien ha
recibido este don. Es una vida espiritual conformada por la participación en la
capitalidad de Cristo en su Iglesia, y que madura en el servicio ministerial a
ella.
La espiritualidad sacerdotal exige respirar un
clima de cercanía al Señor Jesús, de amistad y de encuentro personal, de misión
ministerial «compartida», de amor y servicio a su Persona en la «persona» de la
Iglesia, su Cuerpo, su Esposa. n el misterio de Cristo».
La Eucaristía debe ocupar para el sacerdote «el
lugar verdaderamente central de su ministerio», porque en ella está contenido
todo el bien espiritual de la Iglesia y es de por sí fuente y culmen de toda la
evangelización.
La fidelidad del sacerdote a la disciplina
eclesiástica.
La «conciencia de ser ministro» comporta también la
conciencia del actuar orgánico del cuerpo de Cristo. De hecho, la vida y la
misión de la Iglesia, para poder desarrollarse, exigen un ordenamiento, unas
reglas y unas leyes de conducta, es decir, un orden disciplinar.
Además, la conciencia de ser ministro de Cristo y
de su Cuerpo místico implica el empeño por cumplir fielmente la voluntad de la
Iglesia, que se expresa concretamente en las norma. La legislación de la Iglesia tiene como fin una mayor perfección
de la vida cristiana, para un mejor cumplimiento de la misión salvífica, y por
tanto, es preciso vivirla con ánimo sincero y buena voluntad.
Entre todos los aspectos, merece particular
atención el de la docilidad a las leyes y a las disposiciones litúrgicas de la
Iglesia, es decir, el amor fiel a una normativa que tiene el fin de ordenar el
culto de acuerdo con la voluntad del Sumo y Eterno Sacerdote y de su Cuerpo
místico.
El
sacerdote en la comunión eclesial.
Para servir a la Iglesia —comunidad orgánicamente
estructurada por fieles dotados de la misma dignidad bautismal, pero con
carismas y funciones diversas— es necesario conocerla y amarla, no como la
querrían efímeras corrientes de pensamiento o ideologías diversas, sino como ha
sido querida por Jesucristo, que la ha fundado. Es también importante, por este
motivo, que los presbíteros conozcan, estimen y respeten las características
del seguimiento de Cristo propio de la vida consagrada, tesoro preciosísimo de
la Iglesia, y testimonio de la fecunda labor del Espíritu Santo en ella.
De modo especial el párroco debe promover
pacientemente la comunión de la propia parroquia con su Iglesia particular y
con la Iglesia universal. Por lo mismo, debe ser también verdadero modelo de
adhesión al Magisterio perenne de la Iglesia y a su disciplina.
Sentido de lo universal en lo particular
«Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia
de que su “estar en una Iglesia particular” constituye, por su propia
naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana.
Hemos considerado el ser y la acción de todo
sacerdote en cuanto tal. Ahora nuestra reflexión se dirige de modo específico
al sacerdote constituido en el oficio de párroco.
PARTE II
La Parroquia y el
Párroco
La parroquia y el oficio de
párroco.
Los rasgos eclesiológicos más significativos de la
noción teológico-canónica de parroquia han sido concebidos por el Concilio
Vaticano II a la luz de la Tradición, de la doctrina católica y de la
eclesiología de comunión, y traducidos más tarde en leyes por el Código de
Derecho Canónico.
La parroquia es una concreta communitas
christifidelium, constituida establemente en el ámbito de una Iglesia
particular, y cuya cura pastoral es confiada a un párroco como pastor propio,
bajo la autoridad del Obispo diocesano. Toda la
vida de la parroquia, así como el significado de sus tareas apostólicas ante la
sociedad, deben ser entendidos y vividos con un sentido de comunión orgánica
entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, y por tanto, de
colaboración fraterna y dinámica entre pastores y fieles en el más absoluto
respeto de los derechos, deberes y funciones ajenos, donde cada uno tiene sus
propias competencias y su propia responsabilidad.
El vínculo intrínseco con la comunidad diocesana y
con su Obispo, en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, asegura a la
comunidad parroquial la pertenencia a la Iglesia universal.
Otro
elemento básico de la noción de parroquia es la cura pastoral o cura
de almas, propia del oficio de párroco, que se manifiesta, principalmente,
en la predicación de la Palabra de Dios, en la administración de los
sacramentos y en la guía pastoral de la comunidad.
En cuanto a
los medios ordinarios de santificación, el can. 528 establece que el párroco
debe empeñarse particularmente en que la Santísima Eucaristía constituya el
centro de la comunidad parroquial, y que todos los fieles puedan alcanzar la
plenitud de la vida cristiana mediante una consciente y activa participación en
la sagrada Liturgia, la celebración de los sacramentos, la vida de oración y
las buenas obras.
.
Por su parte, el can. 529 contempla las exigencias
principales que comporta el cumplimiento de la función pastoral parroquial,
configurando así en cierto sentido la actitud ministerial del párroco. Como
pastor propio, éste se esfuerza en conocer a los fieles confiados a su cura,
evitando caer en el peligro del funcionalismo: no es un funcionario que cumple
un papel y ofrece servicios a los que lo solicitan. Como hombre de Dios, ejerce
de modo pleno el propio ministerio, buscando a los fieles, visitando a las
familias, participando en sus necesidades, en sus alegrías; corrige con
prudencia, cuida de los ancianos, de los débiles, de los abandonados, de los
enfermos, y se entrega a los moribundos; dedica particular atención a los
pobres y a los afligidos; se esfuerza en la conversión de los pecadores, de
cuantos están en el error, y ayuda a cada uno a cumplir con su propio deber,
fomentando el crecimiento de la vida cristiana en las familias.
Por otra parte, el párroco debe colaborar con el
Obispo y con los otros presbíteros de la diócesis para que los fieles,
participando en la comunidad parroquial, se sientan también miembros de la
diócesis y de la Iglesia universal.
Las funciones que en el Código se confían de modo
específico al párroco son: administrar el bautismo; administrar el sacramento
de la confirmación a aquellos que están en peligro de muerte, según la norma
del can. 883,3; administrar el Viático y la Unción de los enfermos, estando
vigente lo dispuesto en el can. 1003, 2
y 3, e impartir la bendición apostólica; asistir a los matrimonios y bendecir
las nupcias; celebrar los funerales; bendecir la fuente bautismal en el tiempo
pascual; guiar las procesiones e impartir las bendiciones solemnes fuera de la
iglesia; celebrar la Santísima Eucaristía con mayor solemnidad en los domingos
y en las fiestas de precepto.
Deseando purificar una terminología que podría
llevar a confusión, la Iglesia ha reservado las expresiones que indican
“capitalidad” —como las de “pastor”, “capellán”, “director”, “coordinador”, o
equivalentes— exclusivamente a los sacerdotes.
Para que en una comunidad puedan florecer más
fácilmente las vocaciones sacerdotales, es de gran ayuda que exista en ella un
vivo y difundido sentimiento de auténtico afecto, de profunda estima, de fuerte
entusiasmo por la realidad de la Iglesia, Esposa de Cristo, colaboradora del
Espíritu Santo en la obra de la salvación.
Se ha de otorgar una especial acogida a los
diáconos, candidatos al sacerdocio, que prestan servicio pastoral en la
parroquia. El párroco, de acuerdo con los superiores del seminario, será para
ellos guía y maestro, consciente de que de su testimonio de coherencia con la
propia identidad, de su generosidad misionera en el servicio y de su amor a la
parroquia, podrá depender la donación sincera y total a Cristo por parte del
candidato al sacerdocio.
26. A imagen del consejo pastoral de la diócesis,
la normativa canónica prevé la posibilidad de constituir –si el Obispo
diocesano lo considera oportuno, una vez escuchado el consejo presbiteral un
consejo pastoral parroquial, cuya finalidad básica es la de proveer, en un
cauce institucional, la ordenada colaboración de los fieles en el desarrollo de
la actividad pastoral propia de los
presbíteros.
«Todos los fieles tienen la facultad, es más,
incluso a veces el deber, de dar a conocer su parecer sobre los asuntos
concernientes al bien de la Iglesia, cosa que puede realizarse gracias a
instituciones establecidas para tal fin En este mismo sentido, los sistemas de
deliberación respecto a las cuestiones económicas de la parroquia,
permaneciendo firme la norma de derecho para la recta y honesta administración,
no pueden condicionar la función pastoral del párroco, el cual es representante
legal y administrador de los bienes de la parroquia.
Los desafíos positivos del presente en la pastoral parroquial.
Si toda la Iglesia ha sido invitada en los inicios
del nuevo milenio a alcanzar «un renovado impulso en la vida cristiana»,
fundado en la conciencia de la presencia de Cristo Resucitado entre nosotros debemos
saber extraer consecuencias para la pastoral en las parroquias.
No se trata de inventar nuevos programas
pastorales, ya que el programa cristiano, centrado en Cristo mismo, consiste
siempre en conocerle, amarle, imitarle, vivir en él la vida trinitaria y
transformar con él la historia hasta su consumación: «un programa que no cambia
al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la
cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz»
Son siete las prioridades pastorales que ha
individuado la Novo Millenio ineunte: la
santidad, la oración, la Santísima Eucaristía dominical, el sacramento de la
Reconciliación, el primado de la gracia, la escucha de la Palabra y el anuncio
de la Palabra.
La Novo Millenio ineunte evidencia «otro aspecto importante en que será
necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la
Iglesia universal como de las Iglesias particulares: aquel de la comunión
(koinonia) que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la
Iglesia» (n. 42) e invita a promover una espiritualidad de comunión.
Una verdadera pastoral de la santidad en nuestras
comunidades parroquiales implica una auténtica pedagogía de la oración; una
renovada, persuasiva y eficaz catequesis sobre la importancia de la Santísima
Eucaristía dominical y también diaria, de la adoración comunitaria y personal
del Santísimo Sacramento; sobre la práctica frecuente e individual del
sacramento de la Reconciliación; sobre la dirección espiritual; sobre la devoción
mariana; sobre la imitación de los santos; un nuevo impulso apostólico vivido
como compromiso cotidiano de las comunidades y de las personas concretas; una
adecuada pastoral de la familia, un coherente compromiso social y político.
Sin sacerdotes verdaderamente santos sería muy
difícil tener un buen laicado, y todo estaría como falto de vida; del mismo
modo que, sin familias cristianas –iglesias domésticas–, es muy difícil que
llegue la primavera de las vocaciones. Por tanto, es un error enfatizar el
papel del laicado descuidando el del sacerdocio ordenado porque, actuando así,
se termina penalizando el mismo laicado y haciendo estéril la entera misión de
la Iglesia.
En consecuencia, una tarea central de la pedagogía
de la santidad consiste en saber enseñar a todos –y en recordarlo sin
cansancio– que la santidad constituye el objetivo de la existencia de todo
cristiano. El anuncio de la universalidad de la llamada a la santidad exige la
comprensión de la existencia cristiana como sequela Christi, como
conformación con Cristo; no se trata de encarnar de modo extrínseco
comportamientos éticos, sino de dejarse envolver personalmente en el
acontecimiento de la gracia de Cristo.
En la sociedad de hoy, marcada por el pluralismo
cultural, religioso , étnico, y parcialmente caracterizada por el relativismo,
el indiferentismo, el irenismo y el sincretismo, parece que algunos cristianos
casi se han habituado a una suerte de “cristianismo” carente de referencias
reales a Cristo y a su Iglesia; se tiende así a reducir el proyecto pastoral a
temáticas sociales abordadas desde una perspectiva exclusivamente
antropológica, dentro de un reclamo genérico al pacifismo, al universalismo y a
una referencia no bien precisada a los “valores”.
La evangelización del mundo contemporáneo se
verificará sólo a partir del redescubrimiento de la identidad personal, social
y cultural de los cristianos. Será preocupación del párroco conseguir que las
distintas asociaciones, movimientos y agrupaciones presentes en la parroquia
ofrezcan su específica contribución a la vida misionera de ésta. La Iglesia
confía en la fidelidad diaria de los presbíteros al ministerio pastoral,
empeñados en la propia e insustituible misión de velar por la parroquia
encargada a su guía.
Una cultura ampliamente secularizada, que tiende a
homologar al sacerdote con las propias categorías de pensamiento, despojándolo
de su fundamental dimensión mistérico-sacramental, es fuertemente responsable
de este fenómeno.
Sin embargo, no faltan, también desde dentro,
peligros como la burocratización, el funcionalismo, el democraticismo, o la
planificación que atiende más a la gestión que a la pastoral.
El Obispo, que es ante todo padre de sus primeros y
más preciados colaboradores, ha de mostrarse especialmente vigilante en estas
situaciones.
Sólo es posible vivir el propio ministerio
cotidiano mediante la santificación personal, que debe apoyarse siempre en la
fuerza sobrenatural de los sacramentos, de la Santísima Eucaristía y de la
Penitencia.
Para profundizar en la vida sacramental y en la
formación permanente, es de gran estímulo una
vida fraterna entre sacerdotes que no sea simple convivencia bajo el mismo
techo, sino comunión en la oración, en los proyectos compartidos y en la
cooperación pastoral, junto con el valor de la amistad recíproca y con el
Obispo.
Entre otras cosas, podría habilitarse en la
Diócesis una Casa para todos los sacerdotes que, periódicamente, tienen
necesidad de retirarse a un lugar adecuado para el recogimiento y la oración,
para reencontrar allí los medios indispensables para su santificación.
Comentario.
Es un
documento muy preciso y con una clara visión, que presenta a las exigencias y
funciones que tiene el sacerdote, en un mundo tan globalizado y cada vez más
tecnificado y alejado del plan salvífico de Dios, por tanto los Obispos,
sacerdotes y laicos tenemos una misión muy profunda que debemos hacer, para que
nuestra Iglesia siga adelante en su misión y no dejemos de vivir en una
constante y profunda renovación, una Iglesia dinámica y viva es una Iglesia
donde nuestros hermanos que se han alejado de ella puedan regresar y sentirse
acogidos, amados y queridos por Dios.
Aplicación a la vida.
Considero
que la misión, guía y conducción de los fieles a la Iglesia y sobre todo
encaminarlos a la santidad, no es meramente tarea del sacerdote, sino de todos
los bautizados, nuestros Sacerdotes son los principales de llevar, anunciar y
presentar a Cristo a todos los fieles, mas sin embargo la terea es también
nuestra como agentes y laicos comprometidos con nuestra tarea de bautizados. En
este documento muy rico por cierto que deben conocerlo todos los sacerdotes se
encuentran argumentos muy fundamentales para que la pastoral y cura de almas
sea más eficaz, es un documento que sin dudas ayuda mucho a replantear nuestra
pastoral, en la actualidad, se necesita una Iglesia que se actualice , viva y
sienta como vive y cambia la sociedad para que dé respuestas acertadas y
contundentes ante la sociedad cada vez mas secularizada, donde algunos Medios
de Comunicación quieren empañar la Imagen de la misma, el documento es bien
preciso cuando expresa que el sacerdote no debe ser meramente un administrador
parroquial sino un ser especial que se le han confiado almas.
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